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EL PECADO, EN SAN FRANCISCO 283 Hay asimismo otra apropiación que, para Francisco, reviste el carácter de blasfemia. Consiste en pretender apropiarse el bien que Dios hace en otros, actitud que se verifica especialmente en la envidia: «Todo el que envidia a su hermano por el bien que el Señor dice o hace en él, incurre en un pecado de blasfemia, porque envidia al Altísimo mismo, que es quien dice y hace todo bien» (Adm 8, 3). Ve también como forma pecaminosa de apropiación el considerar como suyo el bien que cada uno hace. El Santo aplica esto particularmente a los que enseñan a los demás para ser considerados sabios, para fines lucrativos, para ocupar puestos de importancia en la Iglesia. Dice: «La letra mata, pero el espí– ritu vivifica. Son matados por la letra los que únicamente desean saber las solas palabras, para ser tenidos por más sabios entre los otros y poder adquirir grandes riquezas ... También son matados por la letra aquellos religiosos que no quieren seguir el espíritu de las divinas letras, sino prefieren saber sólo las palabras e interpretarlas para otros ... Y son vivificados por el espíritu de la divina letra... los que con la palabra y el ejemplo se la restituyen al altísimo Señor Dios, de quien es todo bien» (Adm 7, 1-4). En esta misma línea considera la apropiación, por parte de los hermanos, del cargo u oficio de superior: « ¡Ay de aquel religioso que ha sido colocado en lo alto por los otros y no quiere abajarse por su voluntad!» (Adm 19, 3). «Ningún ministro o predicador se apropie el ser ministro ele los hermanos o el oficio de la predicación... » (1 R 17, 4). En idéntica situación de apropiación pecaminosa coloca el procurarse aplau– sos: « ¡Ay de aquel religioso que no retiene en su corazón los bienes que el Señor le manifiesta y, en vez ele darlos a conocer a los demás por las obras, prefiere manifestarlos a los hombres por medio de las palabras con la mira en la recompensa!» (Adm 21, 2). Es interesante que Francisco vea en esa misma línea el apropiarse las buenas obras de los santos, para gloriarnos y envanecernos de ellas: «Es grandemente vergonzoso para nosotros los siervos de Dios que los santos hicieron las obras y nosotros, con narrarlas, queremos recibir gloria y honor» (Adm 6, 3). También podríamos citar aquí todos los pasajes de los escritos en que habla de la pobreza y le da el primado en su espiritualidad. De hecho, la pobreza, libremente abrazada y amada como esposa, a la manera ele Francisco, es el polo opuesto al pecado. Por eso, imponía a los candidatos, como primera con– dición para agregarse a los penitentes de Asís, la renuncia a todo cuanto tenían (l R 2, 4s; 2 R 2, Ss; 1 Cel 24; LM 3, lss). Poco antes de morir, dirá en su Testa– mento, recordando los comienzos de la Orden: «Y los que venían a tomar esta vida, daban a los pobres todo 10 que podían tener» (Test 16). Véase en la Adm 3 cómo interpreta la renuncia a todo lo que se posee: renunciar a sí mismo, no pretender ser señor. Resulta curioso comprobar que se trata exactamente de un aspecto del pecado de sentido profundamente bíblico. En la descripción paradigmática del pecado contenida en el Génesis, tal dimensión es determinante. Adán y Eva

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