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300 A. MONTEIRO V. CONCLUSIÓN El análisis del pensamiento de Francisco, que acabamos de hacer, viene a decirnos que el pecado no es una realidad simple y fácil de entender. Es el mis– terio de iniquidad. Para entenderlo, hemos de detenernos y sopesar la realidad del pecado en nuestra propia historia personal. Es preciso escuchar luego la voz de Dios que nos habla en su revelación, en la vida y magisterio de la Iglesia, en la experiencia de sus mejores hijos, los santos, y, sobre todo, hay que dar tiempo al Espíritu que, en nuestro corazón, trata siempre de descubrirnos, des– velarnos este misterio. El pecado se sitúa siempre en el terreno de la apropiación de lo que es de Dios, personas o cosas. Es un enfrentamiento con Dios, el «no» del hombre a Dios. No es una fatalidad. El hombr~ no está esencialmente corrompido. El pecado entra en la vida humana, en la historia, sólo si el hombre quiere. Hay, sin embargo, fuerzas que le abren fácilmente la puerta, si no estamos atentos. Una está dentro del hombre mismo; es su egoísmo. La otra es el espí– ritu del mal; es el mal que anda en torno a nosotros, muchas veces corporizado en estructuras, ambientes, situaciones, que tenemos que exorcizar. El pecado no es la última palabra, ni podemos consentir que lo sea. Basta el arrepentimiento. A nuestra disposición está el perdón de Dios. Tenemos incluso un sacramento para esto, el de la reconciliación. Es muy importante no permitir que el pecado sea la última palabra, porque, en su esencia, tiene proporciones de catástrofe cuando entra en la realidad histórica del hombre. Pone al hombre en situación de crisis ante Dios. Hace de él un anticristo. Lo amenaza en su misma estructura humana y personal. Lo sitúa ante un abismo, ante un futuro sin luz, donde reinan las tinieblas, donde acaba toda esperanza. Lo hace un sembrador de muerte y destrucción. Finalmente, hay que despertar a las personas y sensibilizarlas para que escuchen el clamor de Dios presente en la realidad del pecado, intentándolo todo para salvar al pecador. Es un grito que resuena dentro del corazón del mismo pecador para que deje el pecado o se prevenga contra él. Es también un grito que no puede menos que incomodar a todos aquellos que encuentran a un hermano suyo caído o envuelto en el pecado, y que reclama siempre una mano tendida que abra, ante el hombre perdido, las puertas de la salvación. En esta hora en que la Iglesia acaba de celebrar un Sínodo providencial sobre la penitencia y la reconciliación, Francisco puede ser uno de los maes– tros que la lleve de la mano. Este fue el deseo que nos llevó a hacer el presente estudio y reflexión.
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