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EL PECADO, EN SAN FRANCISCO 299 textos existenciales. Por otra parte, la sociedad de entonces estaba infestada de vicios y pecados: cismas, herejías, lujo, avaricia, inmoralidades y escándalos de todo género. Los pastores habían dejado de anunciar el Evangelio y de denun– ciar el mal; en carta al obispo de Asís, decía el Papa que los prelados parecían haberse vuelto perros mudos que no sabían ladrar. En los medios eclesiásticos abundaba el lujo, la simonía, la acumulación de beneficios, la violación del celibato, el abandono de las iglesias... En los monasterios se descuidaba la observancia regular... La Iglesia quiso poner fin a tal estado de cosas, y en ese contexto ha de situarse el Concilio IV de Letrán, celebrado en 1215. San Francisco, aunque no estuviera presente en él, asumió su espíritu de renovación espiritual. El pecado invadía la vida de los cristianos y aun del clero. Francisco escuchó el grito que salía del corazón de los hombres, y no pudo quedarse impasible. Adoptó como señal de los suyos la tau, «T», posiblemente porque era la pri– mera letra de la bula con que Inocencio III promulgaba el Concilio (Transitus) alertando a la cristiandad sobre la necesidad de la reforma. Francisco em– prendió una campaña de renovación, entusiasmado con los decretos conciliares, como evidencian muchos pasajes de sus escritos. El mismo Papa lo había esti– mulado a él y a sus hermanos a enrolarse en la dinámica de la reforma, enco– mendándoles que predicaran a todos la penitencia ( 1 Cel 33 ). Hay que tener presente, sin embargo, que quien más lo sensibilizó para escuchar ese grito del pecado en el corazón del hombre, fue el mismo Señor, que lo alertó haciéndole oír la voz del crucifijo de San Damián: «Repara mi casa que, como ves, se viene del todo al suelo» (2 Cel 10). Más tarde habría de ser la voz del Señor a través de la oración de Fr. Silvestre y de la hermana Clara la que le sacaría de dudas, haciéndole saber que la voluntad de Dios era que saliese afuera a predicar, cosa que Francisco hizo de inmediato (LM 12, 2). Desde entonces comenzó a predicar a todos la penitencia (1 Cel 23), y, a lo largo de dieciocho años, rara vez descansó, recorriendo pueblos y regiones para anun– ciarles el reino de Dios, «pues había convertido en lengua todo su cuerpo» (1 Cel 97). Creía que no podía ser amigo de Cristo si no amaba las almas a las que El tanto había amado y por las que había dado su vida (2 Cel 172). Solía decir al respecto que «nada hay más excelente que la salvación de las almas» (2 Cel 172). Y, por eso, envió a sus hermanos por las diversas partes del mundo para que anunciaran a los hombres la paz y la penitencia para remisión de los peca– dos (1 Cel 29). La norma que tenían era denunciar los vicios e inculcar las vir– tudes (2 R 9, 4). Francisco «se sabía enviado a ganar para Dios las almas que el diablo se esforzaba en arrebatárselas» (1 Cel 36). El predicaba sin descanso la salvación a los pecadores y quería que sus hermanos hicieran otro tanto. En el cap. 21 de la primera Regla, en la Carta a los fieles y en otros pasajes de sus escritos podemos ver un modelo de la predicación que hacían. Francisco fue el primer fundador que dedicó un capítulo de su Regla a la predicación de la penitencia a los fieles (1 R 17; 2 R 9), y otro a la evangelización de los infieles (1 R 16; 2 R 12).

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