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298 A. MONTEIRO El Sefior invita al pecador a mantener una vigilancia constante para evitar los peligros de pecar. El Santo recordaba particularmente la ociosidad: «Todos los hermanos procuren ejercitarse en obras buenas, porque escrito está: Haz siempre algo bueno, para que el diablo te encuentre ocupado» (1 R 7, 10); y repetidamente exhortaba a sus hermanos a evitar la ociosidad {1 R 7, 11-12; 2 R 5, 1-2; Test 20-21). En esta misma línea puede entenderse la norma de no aceptar oficios o trabajos que puedan causar perjuicio al alma (1 R 7, 2). El Sefior está siempre junto al pecador, llamándolo y estimulándolo a la oración, como el mejor medio para no caer en la tentación: «Vigilad, pues, orando en todo tiempo, para que seáis considerados dignos de rehuir todos los males que han de venir» (1 R 22, 27: Le 21, 36), porque «esta ralea de demo• nios no puede salir más que a fuerza ele ayuno y oración» (1 R 3, 1: Me 8, 28). Otra llamada que viene del Señor y brota en el alma del pecador, lo invita a practicar las virtudes que se oponen a los pecados. Recuérdese a este res– pecto el Saludo a las virtudes: «La santa sabiduría confunde a Satanás y todas sus astucias ... La santa pobreza confunde la codicia, y la avaricia, y las preo– cupaciones de este siglo. La santa humildad confunde la soberbia y a todos los mundanos, y todo lo mundano. La santa caridad confunde todas las tenta– ciones diabólicas y carnales, y todos los temores carnales... » (SalVir 9ss). Y también, esta Admonición: «Donde hay paciencia y humildad, no hay ira ni desasosiego. Donde hay pobreza con alegría, no hay codicia ni avaricia... » (Adm 27, 2ss). Es toda una serie de llamad.as del Señor que envuelven la realidad del pecad.o, en relación al mismo pecador. 2. EN RELACIÓN A LOS PECADORES Es otra vertiente de la llamad.a de Dios presente en el pecado. Éste se con– vierte así en grito de aflicción, dramático, que pide salvación, y que, según la Escritura, es escuchado por Dios. Él lo escucha y no puede permanecer insensible. Cuando Caín mató a Abel, oyó la voz del Sefior: «¿Qué has hecho? Se oye la sangre de tu hermano clamar a mí desde el suelo» (Gén 4, 10). Cuando los israelitas gimieron bajo la servidumbre ele Egipto, «Oyó Dios sus gemidos, y acordóse Dios de su alianza» (Ex 2, 24). Este grito hizo que Dios enviara a su Hijo para «salvar a su pueblo de sus pecados» (Mt 1, 21), para «llamar a los pecadores a la conversión» (Le 5, 32), para «salvar lo que estaba perdido» (Le 19, 10). Francisco, cuya norma de vida fue seguir las huellas de Cristo, no podía ser insensible a este aspecto del pecado; más aún, la salvación de los hombres fue un objetivo central en su vida, una misión que lo marcó de forma deter– minante. Por eso, no quiso entrar en los benedictinos ni en otros institutos religiosos entonces existentes. La estructura feudal estaba en crisis y surgía una nueva sociedad con mayor movilidad y creciente dinamismo. Era preciso ir al encuentro de los hombres allí donde se encontraban, en los nuevos con-

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