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EL PECADO, EN SAN FRANCISCO IV. PRESENCIA SALVADORA DE DIOS EN LA REALIDAD DEL PECADO 297 Francisco detestaba el pecado. El grabado más antiguo que tenemos de él, nos lo presenta llorando. Lloraba por el pecado, que era casi la única cosa que lo hacía llorar. Con todo, más sensible a lo positivo que a lo negativo, supo descubrir en el fondo de la realidad tenebrosa del pecado al mismo Dios, su dinámica de salvación en el intento constante de liberar al hombre de su pecado. La perspectiva es profundamente bíblica. Baste recordar al padre del hijo pródigo, y su espera incansable (Le 15, 20), al Buen Pastor que deja las 99 ovejas para buscar a la descarriada (Le 15, 4), a la mujer que barre la casa hasta encontrar la moneda perdida (Le 15, 8), o la tierna mirada de Jesús a Pedro que lo había negado {Le 22, 61), o el nombre de amigo dado por Jesús a Judas en un último intento de salvarlo (Mt 26, 50), o el aguijón de que habla Pablo y que lo impelía a convertirse (Hch 26, 14), o el Espíritu que Dios ha enviado a nuestro corazón y que aboga por nosotros con gemidos inefables (Rom 8, 26}, etc., etc. 1. EN RELACIÓN AL PECADOR MISMO Francisco ve al Seüor presente en el pecado, a partir del corazón del hom– bre pecador. Siente que el Seüor está allí, llamándolo a la misericordia, a salir del pecado. Para Francisco, Dios es el Padre de las misericordias (2 Cel 177). En Él está todo el perdón (1 R 23, 9). Nadie, por mayor pecador que sea, dejará de encontrar misericordia (EP 79). Él mandó a su Hijo al mundo para redimir y salvar a los pecadores (1 R 23, 3). Por eso, los hermanos deben pre– dicar la penitencia para el perdón de los pecados (1 Cel 29). Parece que estemos escuchando a Juan Pablo II en Fátima: «La redención es siempre mayor que el pecado del hombre y el pecado del mundo. La fuerza de la redención supera infinitamente. toda la clase de mal que hay en el hombre y en el mundo.» En el pecado, según Francisco, el Señor está llamando al pecador a la humil– dad, y recuerda el Santo que todos podemos ser ladrones de los tesoros divinos (2 Cel 99). «El pecador puede ayunar, orar, llorar, macerar el cuerpo. Esto sí que no puede: ser fiel a su Seüor» (2 Cel 134). El Señor es quien provoca el aborrecimiento del pecado: «Nada debe dis– gustar al siervo de Dios fuera del pecado» (Adm 11, 1). Todas ]as maldades salen del corazón del hombre (1 R 22, 7-8: Mt 7, 21). Por eso, hemos de «guar– darnos y abstenernos de todo mal» (1 R 21, 9), no sea que, «después que hemos abandonado el mundo» ( 1 R 22, 9), «que lo hemos dejado todo, perdamos, por tan poquita cosa, el reino de los cielos» (1 R 8, 5). Francisco no lo olvidaba esto y, cuando lo alababan, respondía con sinceridad y humildad: «aún puedo tener hijos e hijas» (2 Cel 133).

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