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EL PECADO, EN SAN FRANCISCO 295 a la solidaridad en la salvación que vino a traernos Jesucristo, es un tema bastante común en los autores que hacen teología en serio. No era así en tiempo de san Francisco. Sin embargo, el Santo intuyó per– fectamente esa dimensión, tal vez por haber palpado y haber sido sensible al efecto que sus pecados habían tenido en los demás. Recordaba siempre el día en que un pobre le pidió limosna por amor de Dios, y él le volvió las espaldas; y no olvidaba su actitud egoísta cuando, al ver a los leprosos, cerraba los ojos y se tapaba las narices (1 Cel 17), como luego confesará en el Testamento (Test 1). Por eso, al convertirse, tratará de reparar ese aspecto social de sus pecados, viviendo con los leprosos y sirviéndolos, lavando sus cuerpos y curando sus llagas (1 Cel 17), «practicando con ellos la misericordia» (Test 2). No contento con ello, establecerá el primer noviciado en las leproserías, donde los candi– datos a la Orden, nobles o plebeyos, deberán servir a los leprosos y vivir con ellos (EP 44). Francisco quería que todos sirvieran a los pobres hermanos, de quienes todos huían, como había hecho él mismo. También intuyó este aspecto en las palabras que le dirigió el Señor a través del crucifijo de San Damián: «Francisco, vete, repara mi casa, que, como ves, se viene del todo al suelo» (2 Cel 10). En la palabra del Señor, los pecados de los hombres tienen un reflejo social tan grave y dramático, que ponen en peli– gro a la misma Iglesia. Otro tanto le fue dado ver a Inocencia III, en la visión de la basílica de Letrán, que amenazaba ruina (2 Cel 17). Viviendo intensamente tal aspecto del pecado, Francisco recuerda a los mi– nistros que sus hermanos pueden perderse por su culpa y mal ejemplo ( 1 R 4, 6). En la misma línea, dice: «Guárdense todos los hermanos... de turbarse o airarse por el pecado o el mal del hermano, pues el diablo quiere echar a perder a muchos por el delito de uno solo; más bien, ayuden espiritualmente, como mejor puedan, al que pecó» (1 R 5, 7-8). Preocupado por el efecto perni– cioso que las actitude<; y ocupaciones de los hermanos puedan causar, les advierte que «dondequiera que se encuentren sirviendo o trabajando en casa de otros ... no acepten ningún oficio que engendre escándalo o cause perjuicio a su alma» (1 R 7, 1-2). De los hermanos desobedientes, que «miran atrás y vuelven al vómito de la propia voluntad», decía que «son homicidas y, a causa de sus malos ejemplos, hacen perderse a muchas almas» (Adm 3, 10-11 ). A Fran– cisco le preocupaba mucho que sus hijos dieran escándalo (2 Cel 23), hasta el punto de exclamar en oración: «De ti, santísimo Señor, y de toda la corte celestial y de mí, pequeñuelo tuyo, sean malditos los que con su mal ejemplo confunden y destruyen lo que por los santos hermanos de esta Orden has edifi– cado y no cesas de edificar» (2 Cel 156). Para san Francisco había dos pecados en los que de modo particular se destacaba su efecto social: el pecado contra la fe católica y la fornicación. Cuando se enfrentaba a alguno de ellos, parecía perder el tono moderado y maternal que predominaba en él. A propósito del primero de ellos dice: «Si alguno se aparta de la fe y vida católica en dichos o en obras y no se enmienda, sea expulsado absolutamente de nuestra fraternidad» (1 R 19, 2). Esta misma severidad puede apreciarse, en el Testamento (Test 31-33), hacia quienes «no

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