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EL PECADO, EN SAN FRANCISCO 293 4. DIMENSIÓN ESCATOLÓGICA DEL PECADO Para Francisco, el pecado reviste una dimensión que va más allá del tiempo, que tiene contornos de eternidad y condiciona nuestro destino eterno. Esto será más fácil de comprender si tenemos en cuenta que el tiempo en que vivió Francisco estuvo marcado por la apocalíptica, por el clima de fin del mundo, clima que tuvo su momento culminante en torno al año 1.000, pero que se man– tuvo aún después. Los movimientos místicos y religiosos de la época estuvieron impregnados de ese clima. Baste recordar a Joaquín de Fiore. Francisco no fue extraño al clima de fin del mundo, como reflejan, por ejemplo, sus reiteradas expresiones «rendir cuentas», «guardar hasta el fin», «el tiempo es breve», etc. Su gran devoción a S. Miguel, a cuya fiesta se preparaba con una cuaresma, puede ir en esta línea, pues se creía entonces que el Arcángel vendría con Cristo a presidir el juicio final. Y en esta perspectiva, Celano llama a Francisco «horno alterius saeculi», «hombre del otro mundo» (1 Cel 36. 82; LM 4, 5), «que se esforzaba por estar presente en el espíritu en el cielo» (2 Ce! 94). Fran– cisco pensaba Ia predicación de sus hermanos como preparación al juicio final (2 Ce! 71), «que los hermanos habían sido enviados por el Señor en estos últi– mos tiempos» para iluminar a los hombres envueltos en las tinieblas del pecado (2 Cel 155), para ser baluarte de la fe «en esta hora postrera» (2 Cel 156). Por todo ello, debían vivir «cual peregrinos y forasteros en este siglo», que están de camino hacia «la tierra de los vivientes» (2 R 6, 2. 5), y todos los enseres que usaban debían hablarles «de peregrinación, de destierro» (2 Cel 60). Norma de vida de los hermanos era vivir las leyes del peregrino: habitar en tierra extraña, comportarse pacíficamente con todos y anhelar la patria. En los ere– mitorios, se levantaban a media noche para rezar los maitines (REr 3), no tanto por mortificación, cuanto por estar en vela cuando llegase el Señor que, según el Evangelio, había de venir de noche. Conocemos el discurso de Francisco en el Capítulo de las esteras: «Grandes cosas hemos prometido, mayores nos están prometidas; guardemos éstas, suspiremos por aquéllas. El deleite es breve; la pena, perpetua; el padecimiento, poco; la gloria, infinita. De muchos la voca– ción, de pocos la elección, de todos la retribución» (2 Ce! 191). El ambiente espiritual en que se mueve Francisco está centrado en esa espe– ranza confiada y ansiosa de la venida del Señor; está vuelto hacia el Cristo histórico, pero no menos hacia el Cristo glorioso, con una conciencia extra– ordinariamente viva de los últimos tiempos. En semejante contexto, Francisco no podía menos que contemplar, en la rea– lidad del pecado, su dimensión escatológica. Hablando a los ministros les recuerda «que les ha sido confiado el cuidado de las almas de los hermanos, de las cuales tendrán que rendir cuentas en el día del juicio ante el Señor Jesucristo si alguno se pierde por su culpa y mal ejemplo» (1 R 4, 6). Y añade: «Custodiad vuestras almas y las de vuestros hermanos, porque horrendo es caer en las manos del Dios vivo» (1 R 5, 1). Dirigiéndose a todos los hermanos les recuerda las palabras de Jesús: «Todo el que se deja llevar de la ira contra su hermano será condenado en juicio; el que dijere a su hermano: Raca, será

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