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EL PECADO, EN SAN FRANCISCO 291 con Él (2 Cel 83); siempre estaba sediento de Su persona (2 Cel 94); por Él suspiraba (2 Cel 95) y no podía dejar de pensar en Él (1 Cel 84). A causa de Cristo amaba él la pobreza (2 Cel 55. 61. 84. etc.); seguir las huellas de Jesucristo era su programa de vida (2 Cel 148); etc., etc. En este contexto, fácil es comprender que Francisco relacionase el pecado con la persona de Cristo. Para el Santo, la relación se establece, en primer lugar, por el hecho de que Cristo derramó su sangre por nuestros pecados: «Y quisiste (Padre) que nosotros, cautivos, fuéramos redimidos por su cruz y sangre y muerte» (1 R 23, 3); « ... porque por su santa cruz redimiste al mundo» (Test 5); « ... Aquel que nos redimió y nos lavó en su preciosísima sangre» (CtaO 3); « ... en quien todas las cosas que hay en cielo y tierra han sido paci- ficadas y reconciliadas con el Dios omnipotente» (CtaO 13); «Reparemos en el buen Pastor que, por salvar a sus ovejas, soportó la pasión de la cruz» (Adm 6, 1); «La voluntad de su Padre fue que... se ofreciese a sí mismo como sacri– ficio y hostia, por medio de su propia sangre, en el altar de la cruz; no para sí mismo, sino por nuestros pecados» (2CtaF 12). Y esta es una realidad que se renueva aún hoy: «Los mismos demonios no fueron los que le crucificaron, sino fuiste tú el que con ellos le crucificaste, y todavía le crucificas al delei– tarte en vicios y pecados» (Adm 5, 3). En el pensamiento de Francisco, el pecado alcanza a Cristo de modo espe– cial en las faltas relacionadas con la Eucaristía, particularmente en su recep– ción y administración indigna. Aquellos eran tiempos rigoristas en esta materia; la casuística de los moralistas y la complicada disciplina penitencial avivaban en los fieles el sentido de indignidad y los apartaban de recibir la comunión. Francisco, al igual que otros santos contemporáneos, comulgaba pocas veces al año, temeroso de ofender, por su indignidad, a Cristo; pero profesaba y ense– ñaba un grandísimo amor a la Eucaristía. No ofender a la persona de Jesús era lo que Francisco quería evitar, evitando las faltas de algún modo relacio– nadas con la Eucaristía. En muchas de sus cartas, y también en otros escritos (Adm 1, por ejemplo), exhorta encarecidamente a los clérigos y a los demás a la digna recepción y administración de la Eucaristía, a que todos tengan el debido respeto y veneración al cuerpo y Sangre del Señor, a sus palabras, a los vasos sagrados, corporales, manteles ... (cf. 2CtaF 22-24. 32-35; CtaA; CtaCle; CtaO 12-37; CtaCus). Recordemos sólo un texto: «Todos los que ven el sacra– mento, que se consagra por las palabras del Sefi.or sobre el altar por manos del sacerdote en forma de pan y vino, y no ven ni creen, según .el espíritu y la divinidad, que es verdaderamente el santísimo cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo, están condenados» (Adm 1, 9). Vinculado a la Eucaristía ve Francisco al sacerdote, y, precisamente por la especial relación del sacerdote con Cristo, considera de una mayor gravedad los pecados contra los sacerdotes: «Cuanto más grande es el ministerio que tienen del santísimo cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo, que ellos reciben y ellos solos administran a otros, tanto más pecado tienen los que pecan contra ellos que los que lo hacen contra todos los otros hombres de este mundo» (Adm 26, 3-4).

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