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290 A. MONTEIRO pre delante de Dios y marca una oposición frontal al Señor. Hay que tener en cuenta que la espiritualidad de aquel tiempo estaba muy marcada por el sen– tido de Dios; no en vano 1a Iglesia había sido casi el único factor de cultura y civilización. Francisco vivía con intensidad extraordinaria ese sentido de Dios. Al decir de Celano, Dios era su alimento (2 Cel 96), lo veía en todas partes y en todas las criaturas; toda su vida la veía y la contemplaba a la luz de Dios (D. Barsotti). Abrasado en amor seráfico, recomendaba a sus hermanos que hicieran esta exhortación a todos los hombres: «Temed y honrad, alabad y ben– decid, dad gracias y adorad al Señor Dios omnipotente» (1 R 21, 2). Es lógico que una persona así viera el pecado sobre todo en su dimen– sión teológica, situándolo en la perspectiva de Dios y como ofensa al mismo. Por eso, en las injurias recibidas, no hemos de lamentar la ofensa que se nos hace, sino el amor de Dios que ha sido ofendido (Adm 9). Por el mismo mo– tivo, Francisco lloraba sus pecados ante Dios (1 Cel 26) y recomendaba al her– mano pecador que llorara sus pecados ante Dios (2 Cel 128). Pero no sólo veía el pecado como ofensa a Dios, sino que, además, consideraba sus efectos a partir de Dios. Así, de la murmuración decía que hace al murmurador «odioso para Dios» (1 R 11, 8); el pecado provoca la ira divina, por lo que, «donde hay temor de Dios que guarda la entrada, no hay enemigo que tenga modo de entrar en casa» (Adm 27, 5). Además, veía el pecado como un cambio en las relaciones del hombre con Dios; por lo que advierte a los enfermos que no se turben ni se irriten contra Dios (1 R 10, 4). Una vez más Francisco ha captado profundamente la visión bíblica del pecado. En la Escritura, este es el rasgo fundamental del pecado, que siempre es una actitud del hombre ante Dios. 2. DIMENSIÓN CRISTOLÓGICA DEL PECADO Para Francisco, el pecado tiene siempre una relación particular con Cristo. Hay que tener en cuenta que el tiempo de Francisco estuvo marcado también por una devoción muy especial a la persona de Cristo y a su humanidad. Esta devoción, que desde antiguo había sido alimentada por maestros como S. Agus– tín y S. Benito, recibió un gran impulso por influencia particularmente de S. Anselmo, S. Bernardo y la reforma del Císter, y esto en la época que llega hasta S. Francisco. Manifestación de dicha devoción eran las peregrinaciones y las cruzadas para liberar los lugares santificados por la presencia de Jesús. Otra manifestación de lo mismo era la devoción al crucifijo, que surgió hacia el siglo VIII y estaba muy difundida en tiempo de nuestro Santo; éste la profe– saba intensamente, como prueba su afición al crucifijo de San Damián, del que oyó el mandato de restaurar la Iglesia (2 Cel 10); al Crucificado iba dirigida la oración que Francisco decía al entrar en las iglesias (Test 4-5). Francisco se dejó contagiar de esta devoción, a la que confirió una mayor profundidad, llevándola hasta sus últimas consecuencias. Según Celano, Fran– cisco tenía a Jesús, siempre y en todas partes, en los labios, en los oídos, en las manos, en todo su ser (1 Cel 115); todo lo relacionaba espontáneamente

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