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288 A. MONTEIRO el perdón, toda la gracia, toda la gloria de todos los penitentes y justos» (1 R 23, 9). «Dios quiere que todos seamos salvos por Él» (2CtaF 14). Etc., etc. El pecado tiene perdón, perdón que es una gracia del Señor. Y esta gracia requiere tres condiciones: el arrepentimiento, la confesión y la reparación. a) El arrepentimiento Sin arrepentimiento, no hay perdón. El arrepentimiento es, pues, una con– dición para obtener el perdón de los pecados cometidos. Dice el Santo: «¡Ay de aquellos que no mueren en penitencia, porque serán hijos del diablo, cuyas obras hacen, e irán al fuego eterno!» (1 R 21, 8). «Haced penitencia, haced frutos dignos de penitencia, que presto moriremos» (1 R 21, 3). Y añade, en forma de plegaria: «Te damos gracias porque este mismo Hijo tuyo ha de venir en la, gloria de su majestad a arrojar al fuego eterno a los malditos, que no hicieron penitencia y no te conocieron a ti, y a decir a todos los que te conocie 0 ron y adoraron y sirvieron en penitencia: Venid, benditos de mi Padre... » (l R 23, 4). b) /,a confesión de los pecados Francisco insiste: «Dichoso el siervo que, al ser reprendido, acata benigna– mente, se somete con modestia, confiesa humildemente y expía de buen grado» (Adm 22, 2). Y también: «Es siervo fiel y prudente el que en ninguna caída tarda en reprenderse interiormente por la contrición, y exteriormente por la confe– sión y la satisfacción de obra» (Adm 23, 3). Por eso, a los fieles se les exhor– tará: «Confesad todos vuestros pecados» (1 R 21, 6). A los hermanos, les dice: «Y mis hermanos benditos, tanto clérigos como laicos, confiesen sus pecados a , sacerdotes de nuestra religión. Y, si no pueden, confiésenlos a otros sacerdotes discretos y católicos» (1 R 20, 1-2). En la Carta a un ministro había escrito: «Si el hermano cae en un pecado venial, confiéselo a un hermano suyo sacer– dote. Y, si no hay allí sacerdote, confiéselo a un hermano suyo, hasta que tenga sacerdote que lo absuelva canónicamente» (CtaM 18-19). En la Regla, volverá sobre el terna: «Si entonces no pudieren tener a mano un sacerc:lote, confié– senlos a un hermano suyo, como dice el apóstol Santiago», pero vuelve a añadir: «sin que dejen por eso de acudir al sacerdote»; y da la razón: «porque sólo a los sacerdotes se les ha concedido el poder de atar y desatar» (1 R 20, 3-4). Francisco habla de la confesión a un no sacerdote; refleja en esto una prác– tica de la Iglesia de su tiempo. Estaba entonces bastante difundida la convic– ción de que la confesión de los pecados era tan necesaria como el agua en el bautismo; se consideraba, además, que la confesión llevaba consigo un sacri– ficio humillante que redimía el pecado, y que era una forma de manifestar exteriormente el arrepentimiento. Tal práctica desapareció cuando 1a reflexión teológica centró el sacramento de la penitencia en la absolución dada por el sacerdote. En todo caso, nótese que Francisco más que prescribir la confesión a los laicos, la aconseja, mientras había quienes la consideraban obligatoria, si faltaba el sacerdote, en paralelo a lo que se decía al hablar del bautismo.

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