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284 A. MONTEIRO podían comer de todos los árboles del paraíso, menos de uno cuya propiedad se reservó el Señor. El pecado se dio cuando Adán y Eva quisieron convertirse en los señores, apropiarse también de aquel árbol, invadiendo la propiedad del Señor. El pecado siempre es invadir la propiedad del Señor, convirtiéndonos en los señores, suplantándole a Él. La misma idea vuelve a aparecer en la des– cripción de la torre de Babel (Gén 11, 4) y en otros pasajes bíblicos. Es igualmente interesante verificar que gran parte de los pensadores contem– poráneos van también en la línea apuntada por Francisco. F. Nietzsche habla de las cosas poseídas como de algo que quita al hombre su libertad; sólo por la pobreza se llega al super-hombre. E. Mounier dice que el reino del poseer es el reino de la ceguera. E. Fromm se refiere al poseer como amenaza a la propia identidad. G. Marcel presenta el poseer o tener como el gran riesgo del ser, de la cosificación del hombre. K. Marx apunta al dinero y a todo lo que se posee como el gran perversor de la belleza, verdad, nobleza, juventud, valentía, fidelidad, virtud, amor, entendimiento. La convergencia de la revelación, los santos y los pensadores es un elemento curioso que no hay que olvidar. Pero hay todavía otro aspecto que Francisco subraya muy especialmente en esta su visión del pecado. b) Actitud de desobediencia Para Francisco, el pecado casi se identifica y define por la desobediencia. Pecar es desobedecer. Escribe él: «Adán podía comer de todo árbol del paraíso, porque no cometió pecado mientras no contravino la obediencia» (Adm 2, 2). Dada esta vinculación del pecado a la desobediencia, habla de ésta en términos marcadamente severos: «A los hermanos que no quieran guardar estas cosas, no los tengo por católicos ni por hermanos míos; tampoco quiero verlos ni hablarles hasta que se arrepientan. Esto mismo digo de todos los otros que, postergada la disciplina de la Regla, andan vagando, porque nuestro Señor Jesu– cristo dio su vida por no apartarse de la obediencia del santísimo Padre» (CtaO 44-46). En la misma línea, considera la desobediencia como un camino de perdición: «Hay muchos religiosos que, so pretexto de que ven cosas me– jores que las que mandan sus prelados, miran atrás y tornan al vómito de la voluntad propia; éstos son homicidas, y, a causa de sus malos ejemplos, hacen perderse a muchas almas» (Adm 3, 10-11). Refiriéndose a un desobediente, dijo Francisco: «Hermano, he visto sobre los hombros del hermano desobediente al diablo, que le apretaba el cuello. Sometido a semejante caballero, despre– ciando el freno de la obediencia, seguía las bridas de sus sugestiones» (2 Cel 34). Por todo ello, la norma fundamental era la obediencia, no sólo a los supe– riores, sino también de unos a otros. De ésta dice que «es la verdadera y santa obediencia de nuestro Señor Jesucristo» (1 R 5, 15). Esta visión de la desobediencia supone que el Santo ve siempre en la obe– diencia un seguir y secundar la voluntad de Dios. Se ha de obedecer al supe– rior porque éste tiene únicamente la misión de apuntarnos la voluntad de Dios.

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