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120 L. IRIARTE teóse la cuestión en términos dramáticos; no faltaban quienes, aplicando el derecho generail «sostenían que la propiedad de los bienes inmuebles pertenecía a toda la Orden en común», opinión que rechazó el capítulo por– que «contaminaba la pobreza de la Orden». La bula Quo elongati de Gre– gorio IX, solicitada oficialmente por la Orden, dio la respuesta declarando que los fraHes menores «no deben tener propiedad alguna, ni en común ni en particular, sino que la Orden tiene el uso de los utensilios, libros y los bienes muebles, que están permitidos, y los frailes usen de ellos en confor– midad con lo que el ministro general y 1los provinciales juzgaren disponer, dejando a salvo, en cuanto a los lugares y casas, el darninio de aquellos a quienes se sabe que pertenecen». Para vender, conmutar o enajenar, fuera de la Orden, los bienes muebles necesitan autorización del cardenal protec– tor. Gregorio IX, el gran jurista, «conocedor de la intención del santo fun– dador por la gran amistad que con él le unió», se acreditó de hábil en el oficio. Las conciencias de muchos se aquietaron; los ministros, asegurados con aquel hallazgo del simple uso de hecho, tenían el camino más expedito. Pero el conflicto quedaba en pie. Ail año siguiente el mismo papa daría un paso más en el divorcio entre pobreza y minoridad al otorgar a los «me– nores» la exención de la autoridad episcopal. Sigue el generalato de fray Elías, y luego el de su contradictor Aymón de Faversham. Ambos llevan la Orden a marchas forzadas por el camino del prestigio y de la organización poderosa. Consecuencia: conventos am– plios y bien instalados, medios estables de vida, ordenamiento serio de los estudios. Ya no son suficientes las primeras soluciones de forma para la evolución operada; por eso en 1245 se obtiene de Inocencio IV la declara– ción de que los bienes de !.la Orden, muebles e inmuebles, que no se reservan los bienhechores, son propiedad de la santa Sede, la cual los administra mediante sus «procuradores»; éstos, por concesión dada dos años más tarde, podrán ser nombrados y sustituidos por los ministros. La alarma producida en el seno de la «Comunidad» por este último paso, por lo demás muy lógico tras el camino iniciado por Gregario IX, provocó ta,l reacción que la llevó a rechazar oficialmente los dos documentos pontificios, como una «fictio iuris» que para muchos sonaba a flagrante infidelidad a la Regla. San Buenaventura, que toma las riendas del gobierno de la Orden en este momento crítico, capta serenamente la situación y, hombre de la «Comunidad», aceptando los hechos, rehúye los bandazos en el terreno legal. Prefiere atraer la atención sobre la pobreza de espíritu, plenamente identificado corno está con la mente del fundador. Es el maestre de la pobreza ascética, como es el apologista del ideal franciscano de la pobreza total, y quiere mantener cierto equilibrio entre los medios de seguridad,

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