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114 L. IRIARTE Ser menores en la Iglesia, por pobreza de espíritu, es «hallarse a gusto entre gente vil y despreciada, ,entre los pobres y los débiles, entre los enfer– mos y los leprosos, y al lado de los mendigos de los caminos» (1 R 9); es «no despreciar ni juzgar a ,los que visten vestiduras blandas y de color, y usan bebidas y manjares delicados, sino más bien juzgarse y despreciarse a sí mismos» (2 R 2); es «temer y amar y honrar como a señores» a todos los sacerdotes, por pobres, ignorantes y pecadores que sean, y no ampararse en cartas de recomendación ni en privilegios apostólicos para desarmar a los prelados (Test), aun bajo pretexto de servir más eficazmente al pueblo de Dios. Francisco ve en la sujeción a la Iglesia Romana la garantía de la pobreza humilde (2 R 12). Como !le hace decir Celano: «La Iglesia recibirá de los frailes menores el beneficio del testimonio de la pobreza y ellos se mantendrán en humildad» (2 Cel 24). Y al responder al cardenal Hugolino, que quería servirse de los frailes para las prelacías: «Señor, si mis frailes han sido llamados menores es para que no aspiren a ser mayores; os ruego, pues, que en manera alguna les permitáis subir a las prelacías, no sea que se hagan tanto más soberbios cuanto más pobres y se muestren insolentes con los demás» (2 Cel 148). Toda ,la acción externa de la fraternidad debe ir animada de espíritu de servicio fraterno. El trabajo como medio de vida, que ha de proporcionar «las cosas nece– sarias para el cuerpo, recibidas humildemente» (2 R 5), la limosna cuando el trabajo no da lo suficiente, el precepto de no cabalgar a fin de ir por el mundo «modestos, mansos y humildes» ... (2 R 3), obedecen a esta fórmlllla de pobreza-humildad. Son dos virtudes inseparables en la espiritualidad de san Francisco: «¡Dama santa Pobreza, Dios te guasde con tu hermana la santa Humildad!» (SalVir 2). 5. «LA MESA DEL SEÑOR» Dios, el Dueño de todo, es también el «gran limosnero», que reparte a todos con piedad y liberalidad de Padre. Francisco lee esta verdad en ol Evangelio y la acepta con fe sencilla. Volvamos a la concepción feudal en que se movía el santo. Dios sigue siendo dueño de lo que da «en feudo». El hombre pierde todo derecho a los bienes cuando hay otro que carece de lo necesario. No socorrerle es un hurto, una «apropiación». Por eso él se desprendía de todo cuando topaba con un pobre peor vestido o peor alimentado que él. «Tenemos que devolver este manto a ese pobrecito -explicaba en cierta ocasión al compañero-; le pertenece a él. Lo hemos recibido prestado hasta que encontráramos otro más pobre... Yo no quiero ser ladrón; si no se lo diéramos seríamos responsables de hurto» (2 Cel 87; cf. 2 Cel 88-92; LM 8, 5). No se trata de un concepto jurídico del «apro– piarse», sino de un sentido profundamente religioso: es la justa apreciación

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