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LA «ALTÍSIMA POBREZA» FRANCISCANA 113 hace considerar a los demás como superiores y más dignos, sin adulación, sin degradación, como una actitud normal en quien quiere imitar al Cristo que vino «a servir y no a ser servido». Renunciar al «yo» después de haber renunciado al «mío». 16 Ante todo la pobreza-minoridad ante Dios, el Señor Ailtísimo. San Fran– cisco no sigue una ascética de propia suficiencia ni de actitudes absolutas. Se sabe limitado, débil y pequeño, a merced de. sus estados de ánimo -él personalmente, temperamento nervioso definido, sujeto a vaivenes de euforia y de depresión-; una espiritualidad humilde, pero optimista, gene– rosa, precisamente porque sabe colocar, frente a la realidad de la propia limitación, 1la otra realidad de la riqueza y de la bondad de Dios. Nada más elocuente a este respecto que su «Confiteor» al final de la carta al capítulo general: «He faltado en muchas cosas... , ya por negligencia ya ,por causa de mi enfermedad ya porque soy ignorante e idiota» (Cta:O 39). Esta ascé– tica del espíritu pobre se esfuerza por transmitirla a los suyos. En todos los capítll!los de la Regla I se respira esta disposición. Al imponerse el silencio, por ejemplo, adopta una actitud de suma comprensión: «Hagan por guardar el silencio en la medida que Dios les dé gracia para ello» (1 R 11). Aun en los candidatos que, entrando en la Orden, han de cumplir el consejo evangélico de «darlo todo a los pobres», no quiere gestos espec– tacll!lares, sino auténtica pobreza de espíritu: «Si viniere alguno que no puede hacerlo sin dificultad y tiene gran voluntad espiritual de hacerlo, deje sin más sus bienes y le basta» (1 R 2). Es la misma conciencia de la propia limitación que, tratando del precepto máximo de la caridad, le hace escribir a todos los fieles: «Amemos ail prójimo como a nosotros mismos; pero si alguno no quiere o no puede amarlo como a sí mismo, al menos no le haga mal, sino hágale bien» (2CtaF 26-27). Lo propio se diga de las «licencias» contenidas en la Regla II, en previsión de las situaciones en que pueden verse los frailles. La libertad de espíritu, característica de la espiritualidad y de la acción franciscana, arranca de aquí. Es disponibilidad bajo el impulso del «espí– ritu del Señor». Lo que importa es ser «sencillos, humi:ldes y puros», sin alardear de grandes virtudes ni de grandes recursos. El mismo Francisco se tiene por «hombre vil y caduco, pequeñuelo siervo de todos»... , y en sus cartas y e:x;hortaciones gusta de verse «a los pies» de los demás, como «hombre inútil, criatura indigna del Señor Dios» (cf. 1 R 7; 2CtaF; CtaO; CtaA; CtaCus). Es una espiritualidad que él, por lo demás, quisiera llevar a todos los hombres: «No debemos estar sobre los demás, sino someternos y ser siervos» (2CtaF 47). Y en el lecho de muerte recordará como línea central del ideal abrazado, al dictar el Testamento: «:Éramos sencillos y obedientes a todos». 1'' A. GE.il .,IELLI, El franciscanismo, Barcelona, 1940, pp. 407s.
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