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110 L. IRIARTE término el misterio del Evangelio de Cristo». 11 A imitación del Cristo, «que fue pobre y huésped» (1 R 9), los frailes menores hacen profesión de «pere– grinos y forasteros en este mundo» (2 R 6), según lo que en realidad es todo cristiano (1 Pe 2, 11). Así leía el santo el pasaje evangélico: «Las raposas tienen madrigueras y las aves del cielo nidos, pero el hijo del hom– bre no tiene dónde reclinar la cabeza» (Mt 8, 20), texto que citaba con frecuencia al hablar de la pobreza (2 Cel 56). La esperanza es el norte de la vida del creyente, siempre en camino hacia la verdadera patria. Todo -lugares, utensilios, manjares- «debía recordar '1a peregrinación, todo debía cantar el destierro» (2 Cel 60). Y para ser viajantes siempre de paso, no debían «apropiarse ni casa ni lugar ni otra cosa» (2 R 6). No sólo eso; como queda dicho, quería que sus frailes no defendieran contra nadie los lugares donde moraban, recibiendo por el contrario, en buena hospitalidad, «a cualquiera que viniere a ellos, amigo o enemigo, ladrón o salteador» (1 R 7). En este contexto hay que entender la fuerte descripción del Testamento: «Mando firmemente por obediencia a todos los frailes que, dondequiera que estén, no osen pedir carta ailguna en la curia romana, por sí o por persona interpuesta, ni para iglesia ni para otro lugar, ni con pretexto de predicación ni por persecución de sus cuer– pos; sino que, cuando no son recibidos en alguna parte, han de huir a otra tierra a hacer penitencia con la bendición de Dios». Los peregrinos ele Tierra Santa, de Santiago de Compostela, eran en aquella época como una llamada diaria que recordaba a los cristianos su estado de viajeros de eternidad; y era una experiencia que el mismo Poverello había querido probar, recorriendo aquellas rutas de fe con sus pies descalzos. Por eso recordaba muchas veces «las leyes de los peregrinos: recogerse bajo techo ajeno, transitar pacíficamente, anhelar por la patria» (2 Cel 59; LM 7, 2). La vida religiosa, es cierto, siempre ha sido la expresión de la Iglesia peregrinante, y lo debe ser (LumGen 44). Pero en cada etapa ele la historia ha sido diferente la formulación de ese testimonio. El antiguo anacoreta y el cenobita oriental lo expresan mediante la fuga de la ciudad al despoblado, en busca de una vida angélica que reduzca al mínimo la condición terrena del Reino. El monje occidental, destinado providencialmente a crear la ciudad terrena entre los nuevos pueblos de Europa, para preparar la celeste, necesita instalarse y funda en la estabilidad local la manifestación de esa tarea. Aquí no tiene razón de ser la pobreza colectiva. La abadía, compendio 11 2 Cel 156. Cf. 1 Cel 89; 2 Cel 71 y 155. Sobre el sentido escatológico de la espiritualidad de san Francisco, cf. K. EssER- E. GRAU, Respuesta al amor, San– tiago de Chile, Cefepal, 1981, cap. IV: La «vida en penitencia» hasta el retorno del Señor. I.-E. MOTTE - G. HÉGO, La pascua de san Francisco, Oñate, Ed. Francis– cana Aránzazu, 1978.

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