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106 L. IRIARTE de que el cultivo de la ciencia dificultara el totail desapropio mantuvo al Poverello reacio a la evolución en este particular; sólo cuando supo que uno de sus hermanos, fray Antonio de Lisboa, había abrazado la vida de los menores en esa disposición de vacío total, le autorizó para enseñar teología. Aun 1la prescripción, para otros mera exigencia canónica, de no predicar sin la debida autorización jerárquica, era para 'Francisco exigencia de la pobreza interna: «Ningún predicador se apropie el oficio de la p1 1 edicación» (1 R 17). A este género de «appropriatores» pertenecen cuantos se com– placen en lo que .Uios hace por medio de ellos: «Suplico, en la caridad que es Dios, a todos mis hermanos que predican, oran, trabajan, así clérigos como legos, que se esfuercen por humillarse en todas las cosas, por no giloriarse ni complacerse ni envanecerse interiormente por las buenas pala– bras y obras, más aún, por ningún bien que Dios dice, hace o lleva a cabo tal vez en ellos o por medio de ellos... » (1 R 17). Hay predicadores -decía– que se glorían de convertir a los hombres, cuando en realidad son los frai– les sencillos y pobr,ecitos quienes los convierten con sus oraciones; llegará un día en que el predicador caerá en la cuenta de que en esos éxitos «no tuvo nada propio» (2 Cel 164; cf. Adm 19; 20; 24). No era sólo la humildad lo que estaba en peligro si faltaba la pobreza interior; corría también riesgo la fraternidad, basada en la caridad y en el servicio mutuo. Los superiores son «ministros y siervos» destinados «al servicio y a la común utilidad de los hermanos» (2 R 8 y 10), expropiados por lo tanto en bien de los demás, a imitación del Señor que «no vino a ser servido sino a servir» (Mt 20, 28); glorificarse de la prelacía o turbarse cuando se la quitan es lo mismo que «acumular riquezas que ponen el alma en peligro», es realizar un acto de «apropiación» (Adm 4). «Ningún ministro se apropie el servicio (ministerium) de sus hermanos», escribió en la Regla de 1221 (1 R 17; cf. 1 R 5). Todo el mecanismo de la obediencia franciscana, animada por la cari– dad, supone la expropiación interna; más aún, no tiene razón de ser sin ella. «Acuérdense -dice a 1los súbditos de la Regla bulada- de que renun– ciaron a las propias voluntades por Dios» (2 R 10). El «mal de la propia voluntad» es el que fundamentalmente aparta al hombre de Dios (Adm 2). Por el contrario, «aquel que se entrega todo él a la obediencia en manos de su prelado renuncia de verdad a todo lo que posee (Le 14, 33) y pierde su cuerpo y su alma (Mt 16, 25)» (Adm 3). De aquí la especial disponibilidad que comunica la «verdadera y caritativa obediencia», haciendo al obediente «sujeto a todos los hombres de este mundo, y aun a las bestias y fieras ... » (SalVir 16-18). La obediencia, así entendida, ocupa el vértice ele la pobreza interior. «No ha dejado todo por el Señor -solía decir el santo- quien se reserva el capital del propio parecer» (2 Cel 140). A quien, por el contrario, ha lle-

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