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DIOS EL BIEN, SEGÚN S. FRANCISCO 57 Con mayor razón Francisco daba el nombre de gracia de Dios a todo lo que derivaba de la gracia fundamental de la vocación propia y de cada uno de los hermanos; y con la vocación, la perseverancia. Recibía a cada hermano como un don del Señor (Test 14; 1 Cel 24; LP 86, 107). La fraternidad se constituye, así, con el don recíproco de los herma– nos y con la fidelidad de cada uno de ellos al don recibido. Incluso la fidelidad a los compromisos más importantes es don y gracia de Dios. «Entre otras gracias que me ha dispensado el Altísimo, una es ésta: obe– decería al novicio entrado hoy mismo en la orden, si me lo pusieran de guardián, lo mismo que al primero y más antiguo de los hermanos» (LP 106). Entre los hermanos hay quienes han recibido de manera especial la gracia de la predicación, otros más bien la gracia de la oración; entre éstos se consideraba Francisco mismo (1 R 17, 5; LM 12, 1; Flor 12). Y no excluía la gracia del estudio de la teología, si bien no ocultaba su preocu– pación acerca del desapropio interior de los hombres de letras, como ya he dicho (Test 13; CtaSA; 2 Cel 163). La correspondencia a la gracia de la oración abre el espíritu progre– sivamente a gracias y comunicaciones cada vez más estimables; son esos secretos de Dios que el que los recibe no debe exhibir ligeramente, en busca de admiración humana (Adm 21 y 28), sino que, como todos los demás dones, y con mayor razón, debe atribuir y devolver al Señor. Ante todo, Francisco «no dejaba pasar ninguna visitación del Espíritu; cuando se le presentaba, la acogía y gozaba de la dulzura que le era concedida, hasta que el Señor se lo permitía... ; procuraba no recibir la gracia de Dios en vano» (2 Cel 95). Y lo propio enseñaba a los demás: «Cuando el siervo de Dios, en la oración, es visitado por el Señor con alguna nueva consolación, debe decirle: Tú, Señor, me has mandado del cielo esta dulce consolación a mí, indigno pecador; yo te la restituyo para que nie la guar– des, porque yo soy ladrón de tu tesoro.» También solía orar: «Señor, quítame el bien tuyo en este mundo y consérvamelo para el füturo.» Su– cede a veces -añadía- que «por una merced de poco valor se pierde un bien inestimable y es causa de que nuestro bienhechor no nos lo dé ya» (2 Cel 99). Existen, además, las gracias carismáticas: expulsión de demonios, cura– ciones, milagros. Pero el pobre de ·Cristo no debe poner en ellas su com– placencia, ya que Dios puede servirse para realizar tales obras aun de un pecador (Adm 5, 7; VerAI 6; 2 Cel 134). De lo que sí vale la pena gloriarse es de «las propias debilidades y de cargar cada día con la cruz de Cristo» (Adm 5, 8; 14, 4). Por lo mismo, son gracia de Dios la persecución, la oposición de los propios hermanos, las

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