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DIOS EL BIEN, SEGÚN S. FRANCISCO 55 me los ha dado.» Siguió después la consulta al Evangelio y la distribución total de los haberes de Bernardo a los pobres.1 1 Y con esa lógica peculiarísima del Poverello, se sentía obligado a res– tituir aun las cosas necesarias cada vez que hallaba otro más pobre que él. «Hermano, hemos de restituir el manto a este pobrecito; le pertenece. Nosotros lo hemos tenido en préstamo hasta que encontráramos otro más pobre. No quiero ser ladrón de lo que no me pertenece», dijo una vez al compañero de regreso de Siena. El mismo argumento empleó con el guardián estando en Rieti (2 Cel 87 y 92; LP 52). No es otro el principio evangélico aplicado a los bienes internos de todo orden: restituirlos a Dios, de quien los hemos recibido, prodigándolos en beneficio de los demás. Y ello en virtud de ese desapropio permanente que impone el espíritu pobre. ¡Cómo se complacía Francisco en descubrir y apreciar en cada hermano esas gracias particulares recibidas de Dios, diferentes en cada uno y, por eso mismo, más enriquecedoras para el grupo! Es lo que aparece en la conocida página del Espejo de Perfocción, única fuente que nos ha trans– mitido una enseñanza tan valiosa. Es el arte de ver en el hermano el lado positivo, ignorando voluntariamente lo que hay también de negativo: la fe de fray Bernardo y su amor a la pobreza, la sencillez y pureza de fray León, los finos modales de fray Angel, la apostura y don de gentes de fray Maseo, el don de contemplación de ifray Gil, el espíritu de oración de fray Rufino, la capacidad de fray Junípero para el sufrimiento, la robus– tez :física y espiritual de fray Juan de Lodi, la caridad solícita de fray Rogerio y la :movilidad de fray Lúcido (EP 85). Maseo, a juzgar por la imagen que de él nos han transmitido las Flo– recillas, estaba humanamente bien dotado: buena presencia, gracia para hablar, discreción, nobleza de espíritu; todo ello realizado por las virtu– des evangélicas, en las que era muy aventajado. «San Francisco lo amaba mucho»; pero vigilaba sobre él para que «no se le subiera la vanagloria por causa de los muchos dones y gracias que el Señor le concedía». Por ello, en una ocasión, le hizo poner en juego todas sus habilidades en servicio de los hermanos del eremitorio: atender a la puerta, ir por la limosna, hacer la cocina. Así ellos podían entregarse con toda paz a la contempla– ción, según la gracia que Dios les había dado Wlor 12). En realidad le encomendó el oficio de madre, tal como prescribía el reglamento de los eremitorios. Los dones de naturaleza, por sí solos, nos obligan a amar a Dios con 11 TC 28; 2 Cel 15. El mismo razonamiento hallamos en el caballero cortés, que Francisco conquistó para la fraternidad según las Florecillas, 37.

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