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52 L. IRIARTE hemos de dar a Dios la gloria que le corresponde a él y atribuirle todos los bienes que nos concede. El peor enemigo del hombre es su propia carne (el propio yo). Ella usurpa para sí y convierte en propia gloria lo que no le corresponde» (2 Cel 130-134). Si es absurdo envanecerse por los bienes y éxitos personales, más re– probable todavía es abrigar sentimientos de envidia para con el hermano bien dotado o bien aceptado: «Todo aquel que envidia a su hermano por el bien que el Señor dice y obra en él, incurre en pecado de blasfemia, porque envidia al mismo Altísimo, que es quien dice y obra todo bien» (Adm 8, 3). Cuando el espíritu pobre alcanza la madurez evangélica, se alegra siempre del bien, venga de donde venga, hágalo quien lo haga, sin ceder ni a la vanagloria cuando lo hace él ni a la envidia cuando lo hace otro: «Bienaventurado aquel siervo que no se enaltece más por el bien que el Señor dice y obra por medio de él, que por el que dice y obra por medio de otro» (Adm 17). Descubrir en cada hermano las buenas cualidades y alegrarse de que las posea es, para Francisco, un acto de justicia para con Dios que se las ha dado; por el contrarío, ve una especie de apropiación odiosa en la intransigencia para con el culpable, mientras que vive desapropiado -sine proprio- el que no se altera por la conducta ajena, «devolviendo al césar lo que es del césar y a Dios lo que es de Dios (Mt 22, 21)» (Adm 11). El juicio sobre las acciones del prójimo y, sobre todo, el juicio sobre los créri– gos, es un derecho que Dios se ha reservado para sí, y que no debemos usurpárselo (Adm 26; cf. 1 R 11, 10). Los bienes naturales, por lo tanto, son don de la liberalidad del Creador, que sigue siendo dueño de los mismos. Pero esto vale, con mayor razón, de los bienes de la gracia. Pueden ser objeto de apropiación, bien retenién– dolos egoístamente, bien manifestándolos ligeramente; corresponde al mis– mo Altísimo, que los ha concedido, darlos a conocer cuando lo juzgue con– veniente, sobre todo por medio de las buenas obras de quien los recibe {Adm 21 y 28). Aquí es donde, más que en otros bienes, Francisco adopta y pide a los demás una disposición de aceptación humilde, sin gestos de autosuficiencia ni de seguridad. Se conoce limitado, débil, sujeto a sus estados de ánimo; se complace en presentarse, ante Dios y ante los hombres, como «peque– ñuelo», «simple e ignorante», «hombre caduco», verdadero pobre, verda– dero menor. En el Testamento reconoce la necesidad de tener al lado un

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