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DIOS EL BIEN, SEGÚN S. FRANCISCO 51 nos ha creado, nos ha redimido y, por sola su misericordia, nos salvará, que nos ha hecho y nos hace todo bien... » (1 R 23, 8). «Enorgullecerse de los bienes que Dios dice y realiza» en uno, es un pecado de apropiación y equivale a convertir, como hizo Adán, «el árbol de la ciencia del bien en árbol de la ciencia del mal» (Adm 2). En el lado opuesto del dualismo maniqueo, Francisco afirma que el mal no existe en las realidades creadas mientras el hombre no lo hace presente con su orgullo, su egoísmo, su violencia. La antítesis de Dios, el Bien, no es el demonio, como tiende a suponer cierta concepción cristiana demasiado corriente, sino el pecado, único mal verdadero, único legítimo motivo de tristeza (cf. LP 97). Es muy cómodo, enseñaba Francisco, «culpar al demonio o al prójimo cuando uno comete el pecado»; pero es más leal y conforme a verdad culparse a sí mismo, sin pensar en «enemigos visibles o invisibles» (Adm 10). Repite incesantemente la doctrina evangélica: «los pecados y vicios nacen del corazón del hombre» (cf. 1 R 17, 7; 22, 6s; 2CtaF 32, 37, 64-69). Grande es la excelencia del hombre ; pero él solo, entre todas las cria– turas, tiene en su mano el uso bueno o malo de los bienes recibidos. « ¿De qué te puedes gloriar? Aunque fueses tan ingenioso y tan sabio que poseyeras todas las ciencias ... ; aunque fueses más hermoso y más rico que nadie, y aunque hicieses cosas maravillosas ... , nada de ello te pertenece ni puedes gloriarte de esto» (Adm 5, 1-5. 7). Recelaba, en modo particular, del peligro de apropiarse los bienes inte– lectuales, que son los que más sutilmente llevan a la autosuficiencia, cons– tituyendo un tipo de riqueza interior difícil de reconocer y, por lo mismo, de renunciar. Para enseñar a los estudiosos de la sagrada Escritura cómo habían de procurar no atarse a la letra, que mata, al apropiársela por utilidades humanas, decía: «El espíritu de la Escritura divina da vida a los que no atribuyen al cuerpo (a sí propios) la letra que saben o desean saber, por muoha que sea, sino que la devuelven, con la palabra y con el ejemplo, al altísimo Sefior Dios, de quien es todo bien» (Adm 7). Es el criterio más certero para conocer cuándo un hermano se deja llevar del espíritu del Señor y no del egoísmo: «si no se engríe por el bien que el Señor obra por medio de él» (Adm 12). Francisco vigilaba en sí mismo todo asomo de vanagloria, y sufría cuando los demás lo elogiaban; confesaba abiertamente sus sentimientos íntimos de complacencia propia. «Si somos servidores fieles -enseñaba-,

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