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282 E. RIVERA de unos pueblos contra otros. 5 ¿De dónde surge entonces ese gran amor que declara a todos los hombres hermanos? Bergson acude en este momento a la mística. Advierte que el amor místico que arrebata a los santos no prolonga ningún instinto. Tampoco es efecto de una mera idea universalista. Proviene de que es un amor que coincide con el amor de Dios. «Es de esencia metafísica aun más que moral» (p. 1.174), sentencia Bergson. Ello se debe a que en el momento cumbre de la vida mística la libertad del santo coincide con la actividad divina (p. 1.194). Es esta una tesitura enorme– mente atrevida que un pensador cristiano retoca con otras frases del mismo Bergson, menos atrevidas pero más rectas. En efecto, Bergson (p. 1.173) llama a los místicos, evocando a san Pablo: «adjutores Dei», cooperadores de Dios (1 Cor 3, 9). En tal situación repara que son «pacientes» respecto de Dios, pero «agen– tes» respecto de los hombres. Es en este recibir de Dios y actuar sobre el hombre donde se halla la raíz del influjo histórico de la santidad, pues en este momento es cuando el santo rompe todo vínculo instintivo hasta llegar a esa plenitud sincera del amor en la que declara que todos los hombres son her– manos. Ante la objeción corriente, estilo marxista, de que tales misticismos son ensoñaciones ante los golpes duros de la historia, ·Bergsor;i responde con esta sentencia que debiera hacer meditar a todo obj,etante, si ya no rendirle ante uno de los máximos misterios de la historia: «El misticismo no dice nada a aquel que no ha probado algo del mismo» (p. 1.177). Bergson, más filósofo que Toynbee, le desborda. Pero al mismo tiempo poten– cia la gran visión histórica que éste propone de la santidad. En este campo de la santidad san Francisco ocupa un puesto de singular relieve en el pensamiento del gran historiador. En la refiexión anterior acompañábamos a Toynbee en su visión de la his– toria del pasado. Vimos que el gozne de la historia era la religión. Y que dentro de la religión son los santos quienes mejor la encarnan. Entre ellos el gran filósofo de la historia ha mostrado una preferencia destacada por san Fran– cisco. Sería un pecado histórico que el franciscano, seguidor de san Francisco, viera en ello un motivo de vanidad colectiva, cuando es un exigente apremio a la responsabilidad. Este apremio adquiere mayores grados de exigencia en la nueva reflexión que vamos a hacer cara al futuro. En septiembre de 1970 tuve la oportunidad de asistir a un Congreso Inter– nacional en la ciudad austríaca de Salzburgo. El tema me era sumamente suges– tivo: El porvenir de la religión. En él se dieron cita los grandes pensadores sobre el tema: Karl U:iwith, Harvey Cox, Ernst Bloch, etc... También fue invitado A. Toynbee. Anciano y enfermo, no pudo tomar parte. Pero envió su ponencia que nos fue entregada en folios sueltos. Sobre estos folios hago mi nueva 5 H. BERGSON, Les deux sources de la morale et de la religion. Oeu.vres ( édit. ciu centenaire), 1.173-1.174. En los párrafos siguientes citamos las páginas de esta obra.

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