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SAN FRANCISCO ANTE LA HISTORIA 291 también los pobres pueden ser luz cuando ellos mismos llegan a quemarse en el fuego de la divina palabra. Concluye Francisco su alegato renovando su humilde petición: «¿Quieres bendecirnos, Santo Padre, para esta empresa?» Y sigue diri– giendo al Papa estas palabras de inmaculado candor, que anuncian el alba espiri– tual franciscana: «Las golondrinas ya están de vela en el alero del tejado. Es aún de noche, pero ya la alegría no las deja dormir por más tiempo. Queremos dar principio a nuestro peregrinar. Basta que tú, Santo Padre, nos quieras bendecir.» Inocencio se repliega sobre sí. Luego dice a Francisco: «Meditaré sobre estas cosas. Me aconsejaré con varones de larga vista. Quédate en Roma, Francisco. Te mandaré llamar.» Al quedarse solo Inocencio, medita consigo mismo: «Y si el sueño que tuve es verdadero, si las columnas del templo de la Iglesia se doblan y el techo se hunde, ¿no será este pobrecillo quien ha de salvarnos? Y si esta debilidad no es suficientemente firme, ¿de quién vendrá el auxilio?» Rumiando el inexcrutable misterio histórico del poder y de la gracia, Inocencio se dice a sí mismo: «Jamás he visto un hombre como éste. ¿Quién puede desechar la palabra de Cristo que dice que no ha de ser entre los suyos como entre aquellos que tienen la potestad y la fuerza? ¿Dónde está entonces el poder?» Estas palabras de Inocencia indican que ha entrevisto -el nuevo poder espiritual, la nueva gracia que viene en auxilio de la Iglesia. Pero no puede renunciar a su política humana. También la política debe ser instrumento del reino de Dios. Las escenas del acto segundo y tercero van descorriendo el velo del tinglado político que rodea a Inocencia III, con sus luchas y partidismos, con sus cálcu– los, unas veces grandiosos y otras mezquinos. Pero sea en Viterbo o en Roma, en Provenza o en Palermo, las pasiones de la política humana se topan siempre con una voluntad firme y decidida, la de Inocencia III, quien ,está empeñado en que hasta el infierno de 1as pasiones políticas sirva al cielo del reino de Dios. En buscado contraste con los actos segundo y tercero, que han dejado al des– cubierto los tortuosos caminos del poder humano, el acto cuarto quiere mostrar el poder de la gracia en la plenitud de su acción. Los dos centros de Ia misma son una pobre choza junto a Rivotorto y el castillo de Wartburgo, sito en el corazón de Alemania. En Rivotorto el agente de la gracia es Francisco. Quien prende el fuego espiritual en el castillo alemán es un discípulo suyo. Un diálogo entre Francisco y el emperador Otón IV, que pasa junto a Rivo– torto, nos pone de nuevo, y en acerado contraste, ante las dos grandes fuerzas de la historia: el poder y la gracia. El emperador entrevé que algo extraordinario emana de Francisco. Una bendición suya pudiera traerle triunfos y victorias. «Bendíceme», le dice a Francisco. Mas éste le replica: «No tengo ningún poder de bendición para la espada. Sin embargo, rogaré al delo por ti.» No se contenta Francisco sólo con rogar al cielo. Juzga que tanto el empe– rador como el pueblo alemán que tiene a su lado tienen una misión espiritual que cumplir. Para ayudarles a realizar esta misión manda a uno de sus frailes, Fr. Rodrigo, que se ponga en camino de Alemania. Debe testificar en aquellas cortes imperiales, donde sólo se sueña en grandezas mundanas, que el Rey de Reyes se hizo un día «siervo» por nosotros. En el castillo de Wartburgo, Fr. Ro– drigo habla con la duquesa de aquellas tierras de Turingia. Se llama Isabel. hija
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