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290 E. RIVERA de su peculiar preocupac10n. Inocencia, al ver a la iglesia de Letrán que ame– naza desplomarse, pide un poder, una máquina que la .contenga y evite la ruina. En visión nocturna le llega el refuerzo. Pero este refuerzo es la debilidad de la pobreza, encarnada en el pobre de Asís. Ambos, Inocencia y Francisco, se ponen a su respectiva faena: el uno, por el camino grande del poder al servicio de Dios; el otro, por los caminos humildes de la pobreza para el mismo servicio. Inocencia da principio a la suya increpando duramente a un hereje. A conti– nuación da órdenes a Pedro de Castelnau, a quien envía como legado a Pro– venza para que combata en todo el sur de Francia a los cátaros y albigenses. El legado le muestra que tiene la preocupación de que va a morir. A lo que Inocencia le replica con estas palabras en las que revela toda la conciencia que tiene de su dignidad y de su misión: «Soy más que un hombre y menos que un Dios. El martir;io es un don de Dios y un misterio que él solo se ha reservado.» Con el cardenal de Ostia, Hugo -el Hugolino de la historiografía francis– cana-, discute los graves asuntos de la política. Eran años difíciles y turbu– lentos. El imperio sufre una de sus peores crisis. A la muerte de Enrique VI se enciende en Alemania la guerra civil entre Otón de Brunswich y Felipe de Suabia, aspirantes a la corona imperial. Otro tercer candidato en causa es el niño Federico, hijo de Enrique VI. Todo esto lo dramatizan las escenas centrales de este primer acto, que son un hervir de fiebre de mando y de pasión, de luchas por la fe y de terquedad herética. Se entrecruzan y chocan los intereses divinos y las ambiciones humanas. El legado papal es asesinado en Francia y la guerra contra los cátaros llega a su paroxismo. En Alemania, Felipe de Suabia muere en riña con un caballero. Al saber ,esta muerte, Inocencio se desahoga con el Señor, diciéndole: «Donde está tu voluntad, allí debe estar el poder. Si está escrito que los santos poseerán la tierra, da, Señor, el poder a aquellos que pre– pararán el camino de tus santos.» Ante la evocación de los «santos» por Inocencia, entra de nuevo en escena el pobre de Asís, no ya en apariencia, como la primera v,ez, sino en carne viva, para decir al Papa: «Tu bendición, Santo Padre. Nosotros queremos ser los mínimos en el camino de la verdad.» A lo que replica Inocencio: «Los que pre– tenden esto, están en peligro de creer que llegarán a ser los primeros.» Francisco, en línea con el Papa, insiste: «Es esto ciertamente un peligro que tenemos que soportar. Por ello prometemos, Señor, obediencia.» Inocencia, nada condescen– diente hace llover sobre Francisco un diluvio de objeciones, que éste va resol– viend; según inspiración superior. A la primera que declara ser imposible vivir sin pan, responde Francisco que el pan diario de él y de los que le sigan es la palabra que distribuyen largamente día a día. A la segunda que ve en la vida de Francisco un imposible, redarguye éste con el hecho de que ya la practica y de que la senda se irá ensanchando según creza el número de los que vayan por ella. A la tercera que pone en guarda contra la huida del mundo, algo no permitido al cristiano, Francisco le refuta plenamente al aceptar como gran pecado el desentenderse de los otros, pecado que él y los suyos no cometerán, puesto que quieren acosar al mundo en su hora más difícil, cumpliendo la misión que se ha dado a los pobres: Sed luz... Pero la luz es la doctrina, alega el Papa, y ésta se guarda en la Iglesia de Cristo. Francisco asiente plenamente. Pero añade que
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