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FRANCISCO DE ASÍS 261 Hay que precisar, sin embargo, que muchas de estas actitudes de fuerza las tuvo Francisco en la época de aquella profunda crisis, en que se trabó ( ¡él que no ·había nacido para luchar!) en un sombrío y áspero combate por la defensa del ideal primitivo, crisis que los cronistas contemporáneos llamaron agonía. Los excesos se debieron, pues, en una buena parte, a su afán de fidelidad al ideal que el Señor le había revelado; y, en parte tam– bién, al hecho de ser temperamentalmente sensible y, por ende, impulsivo. Es aquel mi-sterioso y eterno juego en que no se sabe dónde acaba la gracia y dónde comie;llZa la naturaleza. En su rica personalidad, y en contraste con lo dicho hasta aquí, Fran– cisco posee también, y sobre todo, una sensibilidad poco común, algo así como una corriente de simpatía para con todas las cosas, que le hacía distinguir perfecta y simultáneamente (como si dispusiera de un radar mágico de mil oídos y mil ojos) el movimiento de cada insecto, el frescor o tibieza del aire, las formas y colores de los líquenes, hongos, musgo, insectos, batracios; sentía, sobre todo, ternura o piedad por las criaturas pequeñas e indefensas. Y todo esto, a su vez, derivó en aquella sensibilidad artística y, sobre todo, en aquella inmensa empatía o capacidad de entrar en el mundo del otro, y participar y compartir el drama, el sufrimien.to y las esperanzas de los demás. Todo esto, sin embargo, no fue tan sólo rasgo de persona– lidad, sino un amplio juego de la gracia y de la naturaleza de una admirable combinación armónica. Metido ya en ei proceso de su conversión, comenzó a «sentir la más tierna compasión hacia los pobres» (2 Cel 5); más aún, quiso experimentar la condición de pobre trocando su indumentaria de burgués por la de un mendigo; sentándose, escudilta en mano, en las escalinatas de la basílica constantiniana de San Pedro del Vaticano para pedir limosna (2 Cel 8). La empatía deriva siempre ep. comprensión que, al fin, no es otra cosa que mirar al hermano desde él mismo. En la cabaña de Rivotorto, y a media noche, un hermano comenzó a gemir, desfallecido de hambre. Francisco hizo levantar a todos, para que acompañaran al hermano hambriento a consumir las pocas aceitunas y nueces que quedaban en la cabaña, y todo en un ambiente de fiesta. .Después, siempre a media noche, le hizo reflexio– nar en el sentido de que las medidas de cada cual son diferentes y que cada uno debe llevar en cuenta sus prbpias limitaciones. El narrador nos dirá que «su finura y nobleza de sentimientos lo hacían sumamente deferente, dando a cada uno el trato que le correspondía» (1 Cel 57). Y, en otra parte, dice que «demostraba cabal mansedumbre en el trato con todos, aviniéndose provechosamente con los temperamentos más diversos» (1 Cel 83). Este bagage de ternura lo volcaba preferentemente sobre los· débiles, inseguros y acomplejados. El hermano Riccerio era de esa clase de per-

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