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260 I. LARRAÑAGA camino emprendido. El día en que el viejo mercader lo encerró en el cala– bozo, entre empujones, palabrotas y azotes, dice el narrador contemporáneo que el «joven salió de todo esto más decidido que nunca en sus propósitos» (1 Cel 73). Desde que recibió la revelación personal de que el Evangelio, sólo y todo, tenía que ser la inspiración y legislación de la nueva forma de vida, ninguna autoridad eclesiástica consiguió doblegar su voluntad, ni hacerlo desistir de su idea. El Obispo quiso convencerlo de que aceptara unos pequeños terrerios, para que los hermanes pudieran trabajar en ellos y así ganarse la vida honradamente. Francisco le respondió: si tuviéramos propiedades, necesitaríamos armas ¡,ara :defenderlas; queriendo decir que toda propiedad es potencialmente violencia. Fuése Francisco, con sus compañeros, a Roma para recabar de la Santa Sede la aprobación de la Regla. Los encuentros preliminares fueron con el Cardenal más influyente del Palacio Leteranense, Juan de San Pablo. Este prelado quería convencer a Francisco de que no se embarcara en una nueva fundación, sino que, más bien, se adaptara a las estructuras experi– mentadas de órdenes antiguas. Y dice el narrador que Francisco «rechazaba con toda humildad» estas sugerencias (1 Cel 33). Con lnocencio III, personalidad de gran empuje y alto corazón, necesitó Francisco tres audiencias, según recientes estudios históricos; y, en su pre– sencia y ante el pleno del Colegio Cardenalicio, Francisco necesitó desplegar toda su apasionada inspiración, recurriendo, inclusive, a alegorías y pará– bolas, para conseguir, al fin, una aprobación tan sólo verbal. Más tarde, en los años de la gran prueba, resistió una y otra vez al Cardenal Protector, Hugolino, en una serie de problemas candentes: en lo referente a los estudios; sobre si podían tener, o no, propiedades, con– ventos o bibliotecas; si los hermanos debían llevar, o no, cartas apostólicas que los acreditaran como católicos; si los hermanos debían aceptar, o no, prelacías y sedes episcopales: «Pido, pues, Padre, que no les permitáis de ningún modo ascender a prelacías para que no los domine la vanidad» (2 Cel 148). Estos rasgos firmes de personalidad y esta seguridad de sí mismo lo llevarán, en momentos, a ciertas vehemencias temperamentales y actitudes autoritarias, contrarrestadas, eso sí, por su enorme capacidad de huma– nismo y empatía. En el clímax más alto de la gran prueba invocó la maldi– dición del cielo contra el Provincial de Lombardía, Juan de Staccia, por construir, en la ausencia de Francisco, un Studium en Bolonia; y obligó a los hermanos allí residentes a abandonar en el acto el sólido recinto. Es de saber que nunca quiso poseer casas ni conventos para los hermanos, sino sólo chozas; y en esto se mantuvo firme hasta el final, originando, natural– mente, un formidable problema de organización para sus sucesores. En uno de los momentos más desolados, estando gravemente enfermo en la cama, y habiendo sido informado de las audacias e innovaciones de los intelectuales, llegó a perder completamente el control e, incorporándose, dijo: «¿Quiénes son estos que quieren arrancar la Orden de mis manos? Cuando vaya al Capítulo van a ver quién soy yo» (2 Cel 188).
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