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I. LARRAÑAGA El hombre de Asís es parcialmente conocido en el gran público, mejor dicho, es unilateralmente conocido. Le rodea una leyenda dorada del «mí– nimo y dulce», el santo encantador, poeta y profeta, el hombre de la aven– tura y de la locura. Son estas, y otras, las cualidades que lo hacen popular y moderno. Pero eso es un lado. Hay también otros panoramas. Estamos ante una personalidad compleja, no sólo por los rasgos constitutivos sino por sus actitudes originales y completamente imprevisibles. Se aunaron en él, con toda naturalidad, elementos contrastados que normalmente no coinciden en una misma personalidad porque parecen excluirse: fue penitente con maceraciones que hoy nos espantan, y al mismo tiempo, disfrutó como pocos de los encantos de la creación. Echaba ceniza a la comida, para pri– varse del sabor; y en su agonía pidió unas golosinas de almendra que había traído la Dama Setesolios. Fue anacoreta en las montañas y peregrino en los valles. Nacido en la opulenta burguesía, vivió en las chozas y durmió en los pajares. Respetuoso hasta el escrúpulo de los derechos ajenos, no tuvo escrúpulos en hurtar uvas, fruta, nabos y lo que encontrara para los frailes hambrientos, y esto en varias oportunidades. Habiendo llegado a la choza una mujer pobre mendigando algo, y no teniendo nada para darle, le dio lo único que tenía: el libro de rezos, sin importarle mucho el quedarse sin rezos. A unos bandoleros los conquistó para el Señor con pan, queso y cariño. Recibió a la muerte cantando, improvisando en su honor una «liturgia» caballeresca, como si se tratara de la dama de los ensueños. Para que los hermanos enfermos no tuviesen escrúpulo en comer carne en días de abstinencia, él mismo daba ejemplo comiendo con apetito, para así, disipar los escrúpulos de los hermanos. Fue reverente con la jerarquía eclesiástica, pero se mantuvo reticente en seguir sus orientaciones pastorales. Sostuvo en este campo un miste– rioso juego de sumisión y resistencia: a pesar de ofrecer «obediencia y reverencia a la Santa Romana Iglesia», no compartió las grandes inquie– tudes de la lglesi~ de su tiempo respecto a los albigenses y sarracenos. No consta que saliera de su boca una palabra en contra de los albigenses, ni se alistó en ninguna campaña en su contra, como era el deseo y la vehemente insistencia de Inocencio 111 y del Cuarto Concilio de Letrán. No cuestionó ni protestó contra esas consignas. Simplemente hizo caso omiso de ellas, sin duda pensando que la posición evangélica era otra. La «pastoral» que diseña y presenta en la Regla Primera (1 R 16) sobre el modo de evangelizar a los sarracenos es diametralmente opuesta a las orientaciones sobre esta materia de la Iglesia de aquella época. Estuvo con los cruzados en el sitio de Damieta, es cierto, pero con unas inten– ciones muy diferentes y contrarias a las de los Cruzados, del Papa y . de su Legado en aquella Cruzada, el Cardenal Pelagio. Y la prueba es que, una noche, se deslizó Francisco desde el campamento de los cristianos al campamento de los sarracenos (con peligro inminente de su vida), pre– sentándose ante el sultán Malek-El-Kamel, expresándose en francés (pro– venzal), y hablándole del ·Evangelio del Amor y de la Paz. Y este episodio está consignado en fuentes extrafranciscanas.

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