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FRANCISCO DE ASÍS 257 Cattani, o en creatividad organizativa como Bernardo de Quintavalle, el motor y alma siguió siendo Francisco; y el movimiento fue fraguándose en el troquel de Francisco, a su estilo y medida. Nunca nadie se hizo pro– blema de liderazgo ni de autoridad; simplemente, y con naturalidad, el movimiento era Francisco. Mientras él vivió nadie puso en duda este hecho, inclusive cuando renunció al cargo de Ministro General. Más aún: nunca fue tan apreciado y amado como en sus últimos años, cuando era simple– mente el hermano Francisco. El movimiento tuvo un crecimiento asombroso, casi inexplicable en los normales parámetros sociológicos. A los pocos años eran varios millares los hermanos. Todo sucedió en el lapso de veinte años. En tan breve espacio de tiempo el movimiento nació, creció, se extendió, entró en crisis, conoció intentos de reorganización. Francisco presidió esta marcha más por el fulgor de su vida que por sus dotes de conductor. Francisco está, pues, en el origen y en el centro del movimiento. Si todo carisma, por definición, es personal, hay que marcar con particular énfasis este carácter personal en el caso del carisma franciscano. Interesa, pues, tomar conciencia de los ragos de la personalidad del Pobre de Asís, porque ellos influyeron -y siguen influyendo, para bien o para mal- en el movimiento franciscano. A ningún observador se le escapa que la Familia Franciscana sigue prolongando y arrastrando algunos rasgos negativos de la p~rsonalidad de Francisco: como una cierta des– organización, un cierto dejarse llevar de la alegre improvisación, un cierto descuido de la eficacia, un cierto personalismo... Interesa conocer al hom– bre Francisco. No hay en este hombre superposición de la gracia sobre la naturaleza o dicotomías disgregadas. Al contrario, diríamos que san Francisco es una simple elevación o sublimación de Francisco de Asís. Casi diría que no cambió nada. Simplemente sus energías vitales cambiaron de rumbo, de objetivo. Hubo solamente una gran revolución interior libertadora, una impe– tuosa salida de sí mismo deslumbrado por el resplandor del Altísimo, una gran marcha pascual en que saltaron los quicios, estallaron los centros de gravedad y se desataron las energías. Francisco fue eso sólo: uri ado– rador. Como efecto de esto, las grandes energías que tenía de nacimiento quedaron liberadas y disponibles; y las fue proyectando sobre todos los olvidados de aquella sociedad, y todavía le quedaron simpatías para entre– gárselas a las piedras y al lobo, a las estrellas y a la muerte. No cambió nada. El camarada que animaba a la juventud de Asís como indiscutible rey <le fiestas, no se hizo anacoreta, ni siquiera monje, sino que, con t-0da naturalidad y espontaneidad, dio origen a grupos de amigos y hermanos, pequeñas fraternidades en ambiente familiar. El que fue desprendido y espléndido en los días de su juventud, más tarde no tuvo dificultad en desapropiarse resueltamente de toda propiedad en el nombre del ,Evangelio. No sofocó nada. El que canta a las muchachas bajo las ventanas de Asís, siguió cantando al dolor, al viento y al fuego.

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