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266 I. LARRAÑAGA No tenía conocimientos precisos sobre lo que eran específicamente las otras órdenes, sino una vaga e instintiva impresión. Por lo que había visto en los monasterios del Subasio y San Verecondo, Francisco sabía intuitiva– mente que no era esa forma de vida a la que el Señor le llamaba. Y al oír, en este día, el Evangelio, grita: esto sí, esto es lo que yo buscaba. · Hasta su muerte, consideró Francisco este acontecimiento como una revelación expresa del Señor para él y su grupo. Incluso unas semanas antes de morir, hace referencia a este día: «Y una vez que el Señor me dio hermanos, nadie me enseñaba lo que yo debía hacer, sino que el mismo Altísimo me reveló que debía vivir según la forma del santo Evangelio» (Test 14). Desde este instante, en que inicia la inmediata puesta en práctica de las palabras del Señor, quitándose los zapatos y la túnica; hasta que, veinte años después, en su agonía acaba celebrando la Cena del Señor, Francisco no fue otra cosa sino la fidelidad caballeresca a la revelación de este día, mimetizando los gestos del Señor, «pisando sus pisadas», cumpliendo lite– ralmente sus palabras. Cuando los hermanos fueron ya doce, y deseando ser aprobada esta forma de vida por la Santa Sede, intentaron aproximarse «a los pies de la Santa Romana Iglesia». Les informaron, sin embargo, que no era posible tal aprobación, sino en base de una legislación concreta, una especie de documento base. Francisco encomendó a dos hermanos la tarea de extractar del Evangelio aquellos textos que fueron sangre y vida desde el primer momento, y colocarlos en un cierto orden, y envolverlos en unas normas de vida, pocas y simplicísimas, armando una especie de estructura rudimen– taria. El narrador dice estas palabras: «La forma de vida y Regla primi– tiva, aprobada por Inocenio III (1209), constaba principalmente de citas del santo Evangelio, ya que la perfección evangélica era la única anhelada por Francisco. Sólo insertó entre ellas unas pocas normas absolutamente indispensables para la buena marcha de la comunidad» (1 Cel 32). Con esta Reglita («Regula»), de unos cuatro o cinco pequeños capítulos, se presentaron ante Inocencia III. La intención de Francisco, por encima y más allá del documento, era que el Evangelio mismo fuera declarado como única inspiración y legislación de la nueva forma de vida. En su fuero interno no era necesario que el Papa aprobara esta Reglita, sino que la confirmara, porque se trataba de cumplir toda la Palabra de Jesús. De parte de Francisco era una especie de cortesía el presentarse ante la Santa Sede, para que el representante refrendara la Palabra del Representado. Así lo entendieron en la Curia Romana Lateranense. Los cardenales y el Papa mismo objetaron esa forma de vida como utopía; estaban de acuerdo en que un grupito de idealistas podría ponerlo en práctica, pero nunca una fraternidad numerosa. El que rompió todas las vacilaciones y reservas fue el cardenal Juan de San Pablo que, tomando la palabra, dijo: si negamos la autorización a este hombre diciendo que es imposible de practicar esta forma de vida, entonces seamos consecuentes: también el

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