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FRANCISCO DE ASÍS 263 del mismo modo quiero que las entendáis simplemente y sin glosa, y las guardéis con obras santas hasta el fin.» La .instantaneidad va, pues, acom– pañada de concretez. Cubierto con el escudo blasonado, pertrecho de yelmo, espada y lanza, mil sueños de gloria bailándole en el alma, rodeado de la juventud más dorada de Asís, iba Francisco hacia los campos de batalla de Appulia, para combatir a favor de los ejércitos del Papa. Al pasar por Espoleto oyó en sueños estas palabras: «vuelve a Asís y allí se te dirá lo que tienes que hacer»; y al día siguiente regresó a Asís, así le calificaran de cobarde y desertor sus compañeros, sin importarle los comentarios de la ciudadanía o el ridículo en que quedaban él y sus padres. En los días de su conversión entró Francisco en la arruinada capilla de San Damián. Después de orar largo y concentrado, fijos los ojos en el Cristo bizantino, oyó claramente estas palabras: «Francisco, repara mi iglesia.» Y, pensando que se trataba de restaurar los muros ruinosos, volvió a su casa; sin comer, cargó en su caballo los paños más vistosos y se fue a Foligno a venderlos, para, con su importe, poder comprar el material de construcción. Al día siguiente ya estaba convertido en un flamante albañil. No perdía el tiempo en interpretar las palabras de Cristo, sino que ponía todo su afán en traducirlas inmediatamente en práctica. Fue probablemente el día más decisivo de su vida: el día en que sintió que sólo y todo el Evangelio había de ser la norma y la fuerza de su movi– miento. Al escuchar el día de San Matías, en la capilla de la Porciúncula, el Evangelio de la Misión apostólica, Francisco, golpeado súbitamente y arrebatado por la novedad del texto, exclamó: «esto es lo que buscaba. Esto es lo que quería. Esto es lo que ansío realizar con toda mi alma» (1 Cel 22). ¿Qué manda mi Señor Jesucristo?, se preguntó; ¿que no se lleve calzado? Se sacó los zapatos y los arrojó sobre un matorral. ¿Qué más manda el Señor?, ¿que no se lleve bastón?; y agarró el bordón de peregrino y lo tiró lejos. Se desprendió también de la túnica de ermitaño y la lanzó debajo de un arbusto. Tomó un rudo saco, lo cortó, lo confec– cionó en forma de cruz con capuchón, se ciñó con una simple cuerda; y, santiguándose, salió al mundo, dirigiéndose a Asís, distante cinco kiló– metros; en el camino comenzó a saludar como manda el Señor: «el Señor os dé la Paz»; subió las empinadas calles de la ciudad y comenzó a predicar junto a las columnas del pórtico del templo de Minerva. En este día, así tan simplemente, quedó sellada su vocación evangélica y la de sus segui– dores. Muy pronto se le juntaron los dos primeros compañeros: Bernardo y Pedro. Francisco no sabía qué hacer con ellos, pues no tenía plan alguno ni programa de vida. Les dijo: mañana iremos a la iglesia de San Nicolás, y el Señor nos mostrará qué debemos hacer. A la mañana siguiente, llegados a la iglesia, permanecieron largo tiempo en oración. Luego Francisco se aproximó al altar con reverencia; y, no sin cierta solemnidad, abrió tres veces el misal, sometiendo la importante cuestión, con sorprendente inge– nuidad y con la simplicidad de la fe que traslada montañas, al juicio de

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