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262 I. LARRAÑAGA sonas que fácilmente tejen supos1c10nes, y gratuitamente; sufren, diría– mos, de manía persecutoria. Se le metió, pues, en la cabeza que Francisco no lo quería; y por esto vivía sombrío y triste. Enterado del caso, Fran– cisco le escribió una auténtica carta de amor: « .•. hijo mío; por favor, quita de tu mente esos pensamientos. Has de saber que te quiero muchí– simo. Más aún, te quiero más que a los demás. Ven a visitarme y te conven– cerás que es verdad lo que te digo... ». Por aquellos días, fray León, secretario y compañero inseparable, se dejó llevar de la aprensión de que Francisco le había retirado su afecto. Francisco, sensible como era, percibió lo que sucedía, y le escribió, con su mano llagada, una preciosa bendición que aún en nuestros días se usa entre nosotros. Para tratar a los hermanos difíciles, ya cuando la fraternidad era muy numerosa, Francisco propuso a los ministros un amplísimo arco de insis– tencias basadas en la paciencia y en la mansedumbre. Pero al final llegó a la conclusión de que en la base de toda rebeldía subyace un problema afectivo. Los difíciles son difíciles porque se sienten rechazados. Por otra parte, sabía qué difícil es amar a los no amables; y que no se les ama precisamente porque no son amables; y cuanto menos se les arna, menos amables son, y que si hay algo que pueda sanar al rebelde, es precisamente el amor. En sus últimos años lanzó la gran ofensiva del amor. A un ministro pro– vincial, que se quejaba de la rebeldía de algunos hermanos, le escribió esta carta de oro, verdadera carta magna de la misericordia: « ... ama a los que te hacen esto. Ámalos precisamente en esto... y en esto quiero conocer si amas al Señor y a mí, siervo suyo y tuyo, si procedes así: que no haya en el mundo hermano que, por mucho que hubiere pecado, se aleje jamás de ti, después de haber contemplado tus ojos, sin haber obtenido tu mise– ricordia, si es que la busca. Y, si no la busca, pregúntale tú si la quiere. Y si mil veces volviere a pecar ante tus propios ojos, ámale más que a mí, para atraerlo al Señor». * * * En términos psicológicos diríamos que Francisco poseía un carácter primario. Llama la atención la instantaneidad con que pone en práctica, no sin cierta precipitación y a menudo sin reflexionar mucho, cualquiera sugerencia que él estime proveniente de lo alto. Teme las coartadas de la razón y las prudencias de la carne. No se siente bien con las lucubra– ciones intelectuales que fácilmente tienden a minimizar o desvirtuar las exigencias de la Palabra. En los últimos años, cansado de tantas interpretaciones, epiqueyas y atenuantes, que los intelectuales provenientes de Oxford, París y Bolonia hacían sobre el Evangelio y la Regla, el Pobre clamaba: «a la letra, a la letra, hermanos; sin glosa, sin glosa». «Así como me dio el Señor decir y escribir pura y simplemente la Regla y estas palabras (el Testamento),

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