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332 J. MICÓ Pero no hay base r,ara afirmar tal cosa. Aunque hubieron influencias recíprocas, el nacimiento de las Ordenes militares está justificado por la predisposición asociativa de los laicos desde el siglo x1 y la necesidad de defender humanitaria y militar– mente a los peregrinos que acudían a los Santos Lugares. 1. JNOCE'\JC:IO I II Y EL MUNIX) MUSULM,\.t'\1 Una de las preocupaciones de la Iglesia, ya desde los orígenes, había sido la evangelización del mundo pagano. Sin embargo, la evangelización se organiza de una fonria sistemática con san Juan Crisóstomo (t 407), que propagó la actividad misimwra entre los persas y los godos, san Grcgorio Magno (t 604), evangelizador de los pueblos anglosajones de la Gran Bretaña por medio de los monjes benedicti– nos romanos y, sobre todo, los monjes irlandeses san Columbano (t 615) y san Bonifacio (t 754), que evangelizaron Germanía. Con la invasión de los musulmanes, la Iglesia entró en relación con este pueblo, procurando al mismo tiempo autodefenderse y conseguir su conversión con la predicación dl'l Evangelio. lnoccncio IH, ya desde el comienzo de su pontificado, había presentado un programa de refom1a de la Iglesia en el que estaba incluida la liberación de Tierra Santa. Para él estos dos objetivos eran inseparables. Su modo de concebir la refom1a estaba condicionado por la idea gregoriana de las relaciones entre la Igksia y el Imperio, relaciones que suponían la supremacía del Pontífice romano, corno vicaiio de Cristo, sobre el Emperador y todos los poderes políticos de la tierra. Su actitud frente al mundo musulmán presenta dos niveles distintos. Por un lado había intentado una serie de relaciones diplomáticas con algunos soberanos musulmanes. En una carta al sultán de Marmecos para comunicarle la fundación de la Orden de los Trinitarios, termina «con el deseo de que Aquel que es el camino, la verdad y la vida, inspire al sultán para que, una vez conocida la verdad que es Jesucristo, se apresure a abrazarla cuanto antes». En L'stc n1ismo sentido escribió al sultán de Egipto recordándole la obligación moral que tenía de hacer lo posible para que la Tierra Santa volviese a manos cristianas. Apelando a su sentido de la justicia, le apremia a restituir lo que no le pertenecía. En el caso de que rechazara esta propuesta, la Cristiandad se vería obligada a retomar con las armas la tierra que le pertenecía. En 12B escribía otra carta al sultán del Cairo para convencerle de que la devolución de Jerusalén y de los prisioneros, liberando los cristianos a los suyos, le evitaría complicaciones innecesarias y permitiría mejorar la imagen que se tenían unos de otros. No obstante esta actividad diplomática, lnocencio III era portador y represen-

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