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218 J. MICÓ observándola como se debe, no les faltará la posibilidad de alcanzar el premio de la salvación». Aunque desde la reforma gregoriana se había ido configurando una espiritua– lidad evangélica propia de los laicos, sin embargo se encontró con dificultades por parte de la jerarquía a la hora de fraguar en instituciones que dieran solidez a estos movimientos. Su concepción de la «vida apostólica» se centraba en una vivencia pauperística del Evangelio y, al mismo tiempo, en su proclamación itinerante. Pobreza y predicación era la forma de entender su apostolado, si bien en la mayoría de los casos y ante la imposibilidad de realizarlo según sus propias convicciones derivaran hacia formas de beneficencia que, en cierto modo, expresaban la faceta solidaria del seguimiento de un Jesús pobre y compadecido de los pobres. El apostolado de la mayoría de los laicos comprometidos se reducía, pues, a esta beneficencia solidaria. Al haber profundizado en el seguimiento pauperista del Evangelio, estaban en condiciones de percibir la llamada angustiosa de los pobres. Las viudas, los huérfanos, los enfermos -sobre todo los leprosos---, los pobres y marginados serán el campo en el que se realizará de una fom1a organizada el apostolado laical de finales del siglo xn y durante todo el xm. Pero no todos los grupos de laicos siguieron por este camino. Los más fervientes seguidores de los predicadores itinerantes se empeñaron en continuar hasta el final su comprensión de la «vida apostólica», aunque por ello tuvieran que ser expulsados de la Iglesia como herejes. Con el apelativo genérico de «cátaros» se denominaba a un grupo de sectas extendidas por el sur de Francia y norte de Italia que, teniendo en común la concepción dualista del mundo, se consideraban los verdaderos imitadores de la vida apostólica puesto que seguían las huellas de Cristo desde la absoluta pobreza. La actividad apostólica de estos grupos, según el modelo de la comunidad de Jerusalén, se reducía a llevar una vida ascética rigurosa, reuniéndose periódicamente para escuchar la Palabra y los comentarios de sus teólogos y predicadores. Los grupos eran sedentarios y los responsables se encargaban de ir visitándolos para animarles y confortarles. En esta misma línea estaban, aunque sin admitir el dualismo, los «humillados» del norte de Italia. Los Humillados eran un grupo, laicos en su mayoría, que intentaba vivir el Evangelio desde una perspectiva apostólica. Vivían en sus propias casas y sólo se reunían para el trabajo y la oración. No promovían causas judiciales, por amor a la paz social, y comerciaban honestamente con la lana. Libres de las obligaciones que les imponía la feudalidad, independientes de las corporaciones ciudadanas, prac– ticaban la predicación en las plazas públicas, afrontando discusiones con los herejes y desbaratando su proselitismo. Buscaron ser aprobados por la jerarquía, pero se encontraron con el escollo de la predicación. Tras muchos intentos, consi-

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