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LOS l IERMANOS VAYAN POR EL MUNOO 233 d) El ministerio de la penitencia Si la predicación no era la única forma de apostolado que ejercieron los primeros hermanos, sí que era, al menos, la más relevante; y ello se debía a la propia opción de Francisco a la hora de elegir su puesto en la Iglesia. Lo que normalmente se entendía como «cura animarum» --es decir, la asistencia espiri– tual a los fieles desde una iglesia y el culto que en ella se ejercía- estaba reservada desde siempre al clero secular, aunque los monjes y los canónigos regulares trataran de participar en estos ministerios. Francisco no se planteó nunca competir con el clero, porque él no tenía vocación clerical ni sentía, por lo tanto, ninguna necesidad de ejercer esos ministerios pastorales. Lo suyo era vivir un evangelio pauperista, que incluía el anuncio itinerante de la penitencia y el tratar de comunicarlo a los demás. Hablar de apostolado desde esta perspectiva resulta difícil para nuestras cabezas, acostumbradas a una pastoral superorganizada. Pero releyendo el camino apostólico de Francisco podemos descubrir que su anuncio del Evangelio va más por la línea profética que por la clerical: cuidar leprosos, pacificar hombres y ciudades, ayudar a la creación de un marco de referencia donde la creciente clase «burguesa» encontrara valores y sentido. Todo esto apoyado por la arenga peni– tencial o el diálogo a distancias más cortas e íntimas. La Fraternidad, que empezó sintiendo y obrando así, fue cambiando hacia formas más clericales que le exigían, como es lógico, una actuación más clerical. La adopción de iglesias propias donde ejercer su ministerio les afianzará en la progre– siva invasión de unos espacios apostólicos que hasta entonces habían respetado. Ahora, además de ir a predicar y escuchar confesiones, podían hacerlo en sus propias casas. Ydigo predicar y oír confesiones, porque a eso parece que se red1 tda su actividad apostólica, además de celebrar la misa diariamente. Respecto a la predicación ya hemos descrito ampliamente cuáles eran su forma y contenido, por lo que no hace falta insistir en ello. Simplemente recordar que, a raíz de las disposiciones del concilio IV de Letrán sobre la obligación de confesarse y comulgar al menos una vez al año, la predicación franciscana se centró en anunciar que Jesús, presente en la eucaristía, es el que nos da la salvación y, por tanto, hay que estar capacitados para recibirla por medio de la penitencia. Una penitencia entendida en sentido global, más que como sacramento. De hecho, Francisco no habla nunca a los fieles sobre el modo de ejercer el ministerio de la confesión, ya que no entraba en sus cálculos. Simplemente se hace eco de la normativa del concilio, advirtiéndoles que antes de comulgar se confiesen con un sacerdote, a ser posible de la misma Fraternidad; o, cuando no pudieren tener a mano un sacerdote, con algún hermano laico, con la condición de acudir después al sacerdote (cf.1 R20, 1-5). De esto se deduce que los pocos sacerdotes que

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