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232 J. MICÓ Esta larga cita, aparentemente tangencial al terna de la predicación, refleja la verdadera esencia del Hermano Menor. Es la actitud previa a toda actividad; la que hace.ser franciscana cualquier acción en favor del hombre y en nombre del Evange– lio. La disponibilidad total al servicio del Reino puede quedar pervertida al utili– zarla en provecho propio. De ahí que Francisco alerte a los hermanos sobre ese peligro que acecha continuamente toda la labor apostólica: el pretender suplantar la fuerza del Espíritu con nuestra pobre actividad supuestamente evangélica. Si el mensaje que anunciamos no se hace operativo sino que sirve de cortina de humo para tapar nuestra vanidad, entonces estarnos haciendo un flaco servido a la causa del Reino, a la causa de Jesús. La Admonición 7 Subraya la eficacia inmediata que debe tener la ciencia, en concreto la predicación, para la vida del propio hermano. La ciencia, para los que han optado por el Evangelio desde la minoridad, es un arma de doble filo: puede servir para comunicar vida o para matarla. En este sentido: «Son matados por la letra los que únicamente desean saber las solas palabras, para ser tenidos por más sabios entre- los otros y poder adquirir grandes riquezas que legar a sus consanguíneos y amigos. »También son matados por la letra los religiosos que no quieren seguir el espíritu de las divinas letras, sino que prefieren saber sólo las palabras e interpretar– las para otros. »Y son vivificados por el espíritu de las divinas letras quienes no atribuyen al cuerpo toda la letra que saben y desean saber, sino que con la palabra ye! ejemplo se la restituyen al altísimo Señor Dios, de quien es todo bien» (Adm 7, 2-4). Toda predicación, aunque sea teológica, debe ser expresión de la rumia cons– tante de la Palabra, de modo que sirva para provecho y edificación del pueblo. Por ello, los hermanos que se dedican a este ministerio deberán hacerlo con expresio– nes ponderadas y limpias, proponiendo los vicios y las virtudes, la pena y la gloria con un lenguaje breve y sin demasiadas florituras (2 R 9, 3-4). Es lo menos que se podía pedir. Aun con todo, y a pesar de este deslizamiento hacia unas formas de apostolado ~n concreto de la predicación- que Francisco no veía como el mejor modo de encamar la vida evangélica que el Señor le había revelado, hay que reconocer que se mantuvo en una línea de sobritxiad y de eficacia muy positiva para el pueblo al que se dirigían. No sólo los modestos predicadores del «Aleluya», sino todos los más grandes oradores franciscanos, aun siendo hombres de una enorme cultura, se mantuvieron en contacto vivo con el pueblo, porque habían optado por un modo de predicación que hundía sus raíces en la experiencia apostólica de Francisco.
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