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WS HFRMANOS VAYAN POR EL MUNDO 227 que presto moriremos. Dad, y se os dará. Perdonad, y se os perdonará. Y, si no perdonáis a los hombres sus pecados, el Señor no os perdonará los vuestros; confesad todos vuestros pecados. Dichosos los que mueren en penitencia, porque estarán en el reino de los cielos. ¡Ay de aquellos que no mueren en penitencia, porque serán hijos del diablo, cuyas obras hacen, e irán al fuego eterno! Guardaos y absteneros de todo mal y perseverad hasta el fin en el bien» (1 R 21, 2-9). Ante esta exhortación cabe preguntarse cómo era la predicación de Francisco y los primeros hermanos. La respuesta es bastante simple: la que podía ser en un hombre no particularmente culto. Seguramente sería en vulgar o, fuera del área de la Italia central, en aquella lengua -mezcla del latín y vulgar- que se utilizaba para predicar en romance. En cuanto a la forma, es indudable que no correspondía a los esquemas de los sermones de tipo escolástico. El estilo de Francisco sería más parecido al de los «mitineros» que al de los predicadores: es decir, que estaba más cerca de los oradores políticos que de los eclesiásticos. Pero, en realidad, la predi– cación de Francisco no se dejaba clasificar en ningún tipo retórico preciso, sino que su originalidad consistía en la mescolanza inimitable de diversas formas expresivas. Francisco no elaboró ningún método nuevo de oratoria sagrada. Simplemente actuó su «presencia comunicativa» para ofrecer aquello que constituía la razón de existir: el Evangelio. El motivo de que conectase con todo tipo de gente hay que buscarlo en sus raíces populares. Francisco se hizo inteligible al pueblo porque él mismo era también pueblo. Aunque fuera diácono y gustase de seguir las normas litúrgicas en su oración pública, hay que admitir que nunca se sintió ni vivió corno clérigo, ya que tenía una formación laical. Su personalidad se había fraguado siendo laico y entre los laicos; por eso sintonizaba con los gestos y formas expresivas de su lugar de origen, tan distintas y distantes de la cultura y espiritualidad de los monjes y clérigos de su tiempo. El pueblo lo consideraba como un predicador salido de su propia gente, que ofrecía lo que ellos tanto buscaban y, además, estaba inmune de todos los defectos que veían en el clero. El éxito de Francisco parece que deba buscarse en su capacidad para aflorar y hacer reales en el campo de la ortodoxia aquellas exigen– cias religiosas más íntimas que el pueblo no había podido liberar, por la incom– prensión de la jerarquía, y se había manifestado en la herejía. Los contenidos de la predicación de Francisco, corno ya hemos visto, pueden reducirse a los grandes temas de la paz y la conversión, entendida ésta como una apertura al Evangelio que proporciona la dicha de sentirse salvado por Dios y juglar de su gracia. Algunas veces recurrirá también, cuando lo pidan las circuns– tancias, a temas teológicos e incluso líricos, pero derivando siempre hacia lo que era para él el motivo de su predicación: la conversión al Evangelio. El anuncio de la paz, como premisa esencial a la hora de hacer penitencia y estar en condiciones de acoger el Evangelio, se podría justificar por las condiciones

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