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LA OBEDIENCIA FRANOSCANA••• 79 Aprovechándose de la autoridad y del seudónimo de Dionisio Areopagita, convertido por san Pablo en Atenas, un griego compuso, a finales del siglo v, dos libros: uno habla «De la jerarquía celeste» y el otro «De la jerarquía eclesiástica». Estos libros hicieron furor en la Edad Media. En el primero se describe la jerarquía angélica, dividida en tres tríadas subordinadas. Gracias a la tercera, constituida por los principados, arcángeles y ángeles, la iluminación divina se propaga hasta la tierra enlazando el último grado de la jerarquía celeste -los ángeles- con el primero de la jerarquía eclesiástica -los obispos-. Los obispos son la parte más noble de la jerarquía eclesiástica, la cual está formada, además, por los sacerdotes y los simples clérigos; y, en una tríada inferior, por los catecúmenos y penitentes, el pueblo fiel y los monjes. De este modo la jerarquía celeste se convierte en un modelo ejemplar para la organización social. La elaboración de esta teoría se convierte en marco de toda organización de las relaciones entre los hombres; una organización que sacraliza las desigualdades, pues, como dice san Isidoro de Sevilla, «aunque la gracia del bautismo redime a todos los fieles del pecado original, Dios, el justo, discriminó en la existencia a los hombres e hizo de unos esclavos y de otros señores, con el propósito de que la libertad de cometer el mal fuera restringida por los poderosos. Pues,¿cómo podría prohibirse el mal si nadie temiese?». Desde esta cobertura celeste, la superestructura ideológica de los «tres órde– nes» --clérigos, guerreros, trabajadores- fue el armazón que vertebró la sociedad feudal. Una relación que, si bien estaba pensada como una ayuda mutua para realizar plenamente las necesidades y aspiraciones de la sociedad, la verdad es que estaba basada en el sometimiento y la obediencia, ya que los guerreros estaban sometidos a los clérigos, y los trabajadores a los guerreros y a los clérigos. La sumisión, materializada en la obediencia, permite la armonía del orden, la cual posibilita la estabilidad, que es la máxima aspiración de los dirigentes. Esta cultura de sumisión se expresa simbólicamente en los distintos gestos de vasallaje que corroboran y alimentan tal actitud. Todo el que se considera inferior, y ése es el caso de la mayoría, debe obediencia y reverencia a su superior inmedia– to, hasta tal punto que a los siervos se les considera «hombres de» su respectivo señor. Por eso no es extraño que se defienda la sumisión como algo natural, querido por Dios y que conviene mantener a toda costa, ya que de la aceptación o no de esta subordinación depende el buen o mal funcionamiento de la estructura social. Cuando los «Comunes» hacen su aparición en el escenario social y político, los curiales de Roma los acusarán de ser una institución contraria a la voluntad de Dios, puesto que si es decisión divina que los hombres se estructuren en clases jerárquicas, es una temeridad romper esta armonía, estableciendo instituciones en las que todos los juramentados tengan los mismos derechos.

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