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VALORES EVANGÉLICOS DE LA REGLA HOY 267 de Fraternidad que, enraizado en el pasado, sea capaz de arrostrar los retos que le ofrece el presente y que le presentará el futuro. Este empeño no debe quedarse en la formación inicial, que necesita ser condnuada durante toda la vida a través de la llamada formación permanente; una formación que o la tomamos en serio o terminará haciendo ::le la Fratermdad un grupo de desfasados con algún que otro parche mal pegado de cursillos. Debemos reoobrar la alegría de nuestra vocación no de una forma ingenua. La experiencia que nos proporciona el paso del tiempo, más que motivo de desesperada amargura, debiera ser una constatación gozosa de la pacieate bondad de Dios para con nosotros que nos empuja a caminar hacia el futuro como lugar de plcmtud. Por lo tanto, la forma más cohe– rente de agradecer esta llamada es rejuvenecerla constantemente con una actitud de conversión. 3. ÜRAR SIEMPRE AL SEÑOR El sentirnos llamados al seguimiento de Cristo nos conduce, como condujo a Francisco, al encuentro con Dios; un encuentro que verifica la realidad de nuestra fe. Se da por supuesto que Dios centra nuestra fe y ésta nuestra vida. Pero, ¿qué supone realmente Dios en la organización de nuestro existir? ¿Constituye el centro desde el que nos sabemos y alrededor del cual construimos nuestra vida? Estas preguntas pueden ser inquietantes por cuanto nos revelan lo formaiista que es nuestra fe, hasta el punto de no repercutir apenas en la formulación práctica de nuestro vivir. Una prueba de la superficialidad que reviste nuestra fe es la escasa acogida de nuestro corazón a lo abso– luto de Dios, es decir, la oración. Inctudablemente, una sociedad que avanza en la línea de la seculariza– ción hasta llegar al agnosticismo no favorece demasiado el ambiente de «oración y devoción» del que nos habla Francisco. Pero, precisamente por eso, necesitamos una mayor personalización de nuestra fe para poder dar razón, de forma responsable, de nuestra esperanza. En un mundo cada vez más ,centrado y cerrado en el hombre cabe nuestra actitud de ap-ertura a Dios como una oferta de gratuidad donde el hombre pueda reencontrarse trascendiéndose y rompiendo sus propias barreras. Hoy, cuando parece acentuarse el axioma de que «el hombre es la medida de todas las cosas», tenemos la oportunidad si no de ofrecernos como maestros de oración, sí al menos como testigos de la trascendencia. Con ello seguiríamos una larga tradición, encabezada por Francisco, en la que muchos hermanos nuestros supieron transmitir lo que para ellos constituía el centro de su existir: la presencia de Dios entre los hombres.

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