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208 J. MIOO ticismo, podemos caer en la tentación de refugiarnos en el pasado recons– truyendo angéli:cos y artificiosos mundos que, si bien nos aseguran una tranquilidad momentánea, acaban por desvelar lo irreal del proyecto. La sociedad actual es como es, aunque nos pese; y la solución no será nunca la hmda al pasado, sino la aceptación de la vida real como reto que nos obliga a replantearnos nuestra fe y ofrecerla en formas nuevas que sean significativas para la sociedad que pretendemos transformar. La oración puede encontrar sentido dentro de una sociedad secularista y agnóstica 3i somos capaces de ofrecerla como vida encarnada y com– prometida. Nuestra identidad de hermanos que se reúnen en Fraternidad para seguir el Evangelio necesita fundarse en la oración. Pero esta iden– tidad orante difícilmente será creíble si no la presentamos como oferta de gratuidad, capaz de ser humanizadora si se vive como opción radical de la propia fe. Esto nos lleva a preguntarnos si efectivamente el tipo de oración que practicamos evidencia el compromiso por lo que, a nive– les teóricos, declaramos como fundamental: Dios como centro y clave del hombre. Si Dios es -o debe ser- para nosotros el Absoluto, lógicamente todo lo demás debe estar en función de esta convicción, no solamente traba– jando por Umpiar nuestro corazón para poder ver a Dios, sino colocando en segundo lugar, por importante que sea, todo aqu~llo que decimos no ser Él mismo. El trabajo y el estudio, dos actividades-tipo que pode– mos convert1r en absolutos, y por tanto en ídolos, deben supeditarse a la supremacía de Dios (2 R 5, 1-3; CtaA 2); de lo contrario, es que no hemos entendido lo que significa ser hermano menor. Para que la oración nos ayude a crecer y caminar por el sendero de nuestra propia fe, necesita ser personalizada. Por mucho que la Frater– nidad arrope y sostenga la oración de cada uno de sus miembros, nunca podrá sustituir la responsabilidad individual de hacerse presente ante el Dios del que vive y para el que vive. Nuestra dignidad personal está fundada en el amor particular que Dios nos tiene; y ese gesto de gene– rosidad necesita ser correspondido con la alabanza y la voluntad de ir creciendo a su imagen y semejanza, puesto que imitando a Dios es como aprendemos a ser hombres. Sin embargo, la realidad de la oración no se limita .al ámbito indivi– dual. La Fraternidad es también personal y, por tanto, receptora de ese amor fundante (Test 14. 15) que la convierte en pregonera de las mara– villas que Dios hace con el hombre. Una Fraternidad que se ha reunido para seguir a J csús no puede olvidar impunemente la faceta contempla– tiva de ese mismo Jesús, abierto incondicionalmente a la voluntad del Padre que le llevaba al ·compromiso por la construcción de un Reino

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