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206 J. MICÓ servirle, alabarle, bendecirle y gorificarle (1 R 23, 10); es decir, para el Santo, orar 5e reduce a vivir con honradez el Evangelio. Cualquiera que desconozca las biografías que hablan de Francisco podrá creer que la madurez con que vivió su relación con Dios -su ora– ción- le obligaba a llevar una vida retirada y al margen de los proble– mas que bullían en la sociedad de su tiempo. Sin embargo, no fue así. Sorprende la gran actividad apostólica que realizaba y su acercamiento a los grupos sociales más diversos, con el fin de comunicarles de forma directa y experimental la buena noticia del Evangelio. El talante de itine– rancia que adopta en su apostolado es un exponente de su afán por anun– ciar a todos los hombres que la raíz y el horizonte de lo humano está en Jesús, el Dios que se hace hombre manifestándose en la espesura de nues- tra humanidad. · Para Francisco, la oración no fue un «tiempo sagrado» dedicado exclu– sivamente a Dios para llenarse de Él y luego poderlo ofrecer a los demás en el apostolado, como a veces insinúan los biógrafos. Toda su vida evan– gélica, por estar vivida ante la mirada bondadosa de Dios, fue oración, si bien tomaba formas distintas según se materializara en espacios de reflexión y contemplación o en actividades de convivencia y predicación. De este modo, la oración y la vida, o la contemplación y la acción, eran momentos de su ser cristiano que se autentificaban recíprocamente. Por su oración pasaba todo lo creado con su carga de sufrimiento y su capacidad para convertirse en alabanza de Dios (Cánt); pero, al mismo tiempo, su predicación era una invitación a tomar la vida con seriedad, con profundidad, alabando al Señor por habernos amado de una forma tan desinteresada y comprometida (2CtaF 19-62). Para Francisco, alabanza y acción se identificaban hasta el punto de motivar a sus frailes dicién– doles: «Alabad a Dios, porque es bueno, y enaltecedlo en vuestras obras; pues para esto os ha enviado al mundo entero, para que de palabra y de obra deis testimonio de su voz y hagáis saber a todos que no hay otro omnipote~te sino Él» (CtaO 8. 9). Para Francisco, como buen medieval, el mundo no es un engranaje mecanicista donde las cosas suceden según sus propias leyes sin que nadie lo habite ni armonice. Él lo pensaba vivo; animado por una Pre– sencia que funda, sostiene y empuja todo lo creado hacia su plenitud (1 R 22, 1-4); de ahí su enorme providencialismo. La historia, más que una sucesión de aconteceres inconexos, es el fluir providente de un pro– yecto nacido del amor. Por eso Francisco recuerda en su Testamento que el Señor fue el que le hizo cambiar de vida y hacer penitencia (v. 1); el que lo acompañó hasta donde estaban los leprosos, para que practi– cas':! con ellos la misericordia (v. 2); el que le dio tal fe en las iglesias, corno lugar de encuentro entre Dios y los hombres, que no constituían

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