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8 J. MICÓ pasa al de la justicia, y reprocha a los responsables, particularmente a los obispos, el faltar a su vocación de protectores y dispensadores de los bienes de los pobres. En un tercer nivel -el de la fidelidad-, los pobres voluntarios son acusados de romper sus compromisos o de retorcerlos. Contra los mon– jes, los canónigos regulares y, más tarde, los mendicantes, se invoca el ejemplo de la pobreza colectiva de los Apóstoles, que ellos prometieron seguir. El tono de estas acusaciones es con frecuencia violento. Pero la reinci– dencia incesante del tema responde a la persistencia y continuo resurgir de los fallos que acusan. Las fuentes las encuentran en los Padres de la Iglesia, primero en Crisóstomo, Basilio y Gregorio Nacianceno; posteriormente, en Gregorio Magno y Cesáreo; alguna que otra vez, en la carta del apóstol Santiago; y más allá de los autores cristianos y de los dos Testamentos, en los principios de la moral antigua: Cicerón, Horacio, Apuleyo y la Lex Rhodia. Las generaciones que precedieron a Francisco supieron unir la profundi– dad de la reflexión a la energía de la protesta. Conrado de Waldhausen no tiene empacho en decir que «los hermosos vestidos de los ricos están man– chados de la sangre y del sudor de sus siervos». S. Bernardo pone en boca de los pobres, de los desnudos y de los hambrientos, este apóstrofe dirigido a los obispos: «Nuestra vida forma vuestro superfluo. Todo lo que se añade a vuestras preciosidades es un robo hecho a nuestras necesidades». Pedro de Blois critica al obispo de Lisieux por sus especulaciones sobre los cereales en tiempo de hambre: «Una horrible hambruna ejerce su furor entre los pobres... ya muchos miles de ellos han muerto de hambre y de miseria, y todavía no has puesto sobre uno de ellos la mano de la misericor– dia... Las cosechas amarillean ya en los campos y tú no has reconfortado todavía a ningún pobre. 're propones abrir tus graneros, no para aliviar la miseria de los afligidos, sino para venderles más caro. Otros obispos, aquí o allá, han pedido prestado para socorrer a los pobres. A ti te basta cobrar los denarios». Era el tiempo en que Inocencia III reprochaba a los obispos ser «perros mudos que no saben ladrar». Esta revalorización teologal y canónica del pobre no borró, sin embargo, la faceta sombría que toda marginación comporta. La promoción del pobre a finales del siglo XII, aunque se hayan hecho intentos por paliar su meneste– rosidad, es principalmente conceptual y mística. Aunque sublimado como imagen de Cristo, el pobre en sí sigue siendo un olvidado; se le presenta como el instrumento de salvación del rico bienhechor. Su fisonomía desapa– rece tras la imagen del Cristo-Juez y Salvador, y sus rasgos atormentados son el reflejo del rostro del Cristo sufriente. El pobre sigue bajo el pórtico de la iglesias con los penitentes. El pobre, en definitiva, está eclipsado por el rico y por Dios mismo, a quien se quiere ver en él. 4. Los MONJES La vida religiosa tuvo en Europa, entre los siglos XI y xm, uno de sus pe-

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