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40 J. MICÓ nosotros que nos aprovecháramos de su esfuerzo por ser consecuente con el seguimiento de Cristo pobre, para perdernos en loas y salvas verbales (Adm 6,3). Nuestra vida franciscana en pobreza debe encon– trar las formas adecuadas para manifestar en profundidad, pero con frescura, lo que supuso para su tiempo el empobrecimiento de Fran– cisco. Nuestro entorno sociocultural, definido como «primer mundo», nos condiciona a tener que formular nuestra pobreza en dos direc– ciones: la austeridad y la solidaridad. En una sociedad donde la justa aspiración a ser más se está convirtiendo en tener más, sin darle importancia a los posibles costes humanos que ello pueda reportar, la pretensión de ser pobres debe acompañarse de una opción lúcida por prescindir de todo lo innecesario, que es mucho, para llevar una vida digna. La austeridad luminosa y alegre del que ha descubierto otros valores que invalidan la carrera desenfrenada por el poder económico y social, como fundamento de la realización humana, debería estar presente en nuestras vidas como testimonio de que no cualquier progreso es bueno, sino sólo aquel que respete al conjunto del hombre y de los hombres. Confundirlo con el consumismo desbocado, sería empujar esa inmensa rueda capitalis– ta, que sólo se mueve por imperativos de beneficio, aun a costa de aplastar a su paso la dignidad y la vida de muchos países indefensos. El conformarse con poco para vivir no tiene por qué llevar apare– jado el desinterés por el trabajo. Un signo actual de pobreza es la necesidad de un trabajo remunerado, ya sea asalariado o con un beneficio moderado, para atender las necesidades más inmediatas. El vivir nuestra pobreza en Fraternidad tiene la ventaja de que no todos los hermanos tengan que condicionar su trabajo a una remune– ración, sino que algunos pueden hacerlo en aquellos lugares de marginación donde se hace necesaria una labor desinteresada. Pero en una sociedad donde el poder y la riqueza extienden sus hilos de pobreza y de muerte por todas las estructuras, ya no es posible optar de una forma ingenua por un empobrecimiento evangé– lico. La solidaridad con los pobres y marginados exige el desenmascaramiento y la denuncia de las causas que originan tales situaciones. El arriesgar la propia tranquilidad y, en casos extremos, la propia vida por defender los derechos de los pobres, forma parte de ese seguimiento de Cristo en dolor y persecución del que nos habla Francisco (1 R 16,10-21). Sin embargo, la solidaridad no se puede quedar en la simple denuncia; hay que ir más allá, compartiendo los propios bienes y no cerrando ni la casa ni el corazón a cualquiera que nos necesite (1 R 7,14).
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