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32 J. MICÓ pues un solo demonio sabe más que todos los hombres juntos. Incluso si fuéramos los más hermosos y ricos de todos y, además, tuviéramos la capacidad de hacer tales maravillas que pusieran en fuga a los demonios, ni aun así podríamos enorgullecernos, ya que nada nos pertenece (Adro 5,5-7). Por eso, todos aquellos a quienes se les ha dado un cargo de responsabilidad sobre otros, deben vanagloriarse tanto como si estu– viesen encargados del oficio de lavar los pies a los hermanos. Y si se alteran más por quitarles el cargo que por quitarles el oficio de lavar los pies, quiere decir que se lo habían apropiado de forma peligrosa para la vivencia de la pobreza (Adro 4,2-3). Si verdaderamente se ha entendido el sentido del Sermón de la montaña, puede considerarse dichoso el hermano que no es colocado en lo alto por su voluntad de medrar y desea estar siempre al servicio de los otros. Por el contrario, aquel que ha sido colocado en lo alto por los otros y se agarra de tal modo a la poltrona que no quiere dejarla voluntariamente, es un desgraciado que no se ha enterado de lo que significa seguir al Señor en pobreza y humildad (Adro 19,3-4). La necesidad de reforzar nuestra seguridad aferrándonos a car– gos y oficios que conlleven cierto prestigio, ha sido siempre un peligro para nuestra vida evangélica de pobreza. Tanto es así que Francisco ya propone en la Regla no bulada que ningún ministro o predicador se apropie el servicio a los hermanos o el oficio de la predicación; de forma que, tan pronto se io impongan, abandone su oficio sin réplica alguna (1 R 17,4). Si analizamos detenidamente nuestros modos de actuar, descu– brimos que, en el fondo, siempre está agazapado el pecado de la apropiación, tratando de pervertir hasta las acciones más altruistas. Este es el caso del oficio de la predicación. No se explica cómo los llamados al anuncio del Evangelio, que se supone tienen que trasmi– tir la buena noticia de que hemos sido acogidos gratuitamente por Dios (Adro 20, 1-2), puedan parapetarse en el oficio de la predicación como un medio orgulloso de respetabilidad. Esto mismo debió de pensar Francisco al advertirnos a todos los hermanos que nos guar– demos de toda soberbia y vanagloria, defendiéndonos de la sabiduría de este mundo, que se esfuerza mucho por tener palabras, pero poco por tener obras (1 R 17,9-11). La pretensión de imponer de forma prepotente, al margen de las autoridades eclesiásticas locales, la propia predicación (2 R 9,1), revela un oscurecimiento del espíritu de las bienaventuranzas y una concepción del oficio como poder, no

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