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LA POBRF..ZA ~'RANCISCANA 27 sumergirse por completo en lo más profundo del hombre; de ahí que su pobreza y menesterosidad no se limitaran a esos estratos más superficiales de la persona, como puede ser la comida, el vestido, los medios normales de vida, etc., sino que descendieran hasta niveles más profundos donde se pone en juego la realización y el futuro del hombre. Jesús fue un hombre todo de Dios y todo para los hombres. Su conciencia de depender absolutamente de la voluntad del Padre, configura su identidad y la actitud consecuente de permanecer siem– pre atento a las mediaciones por las que se manifiesta su amor. Cristo ni se aferró a su condición de Dios ni, como hombre, se apropió egoístamente de su vida. Entregado por completo al anuncio de la Buena Noticia del Reino, fue un hombre para los hombres hasta el punto de ofrecer su vida como testimonio. La condición creatural del hombre lo convierte en un ser relacional. «El hombre es lo que es ante Dios, y nada más» (Adm 19,2). Pero el pecado tiende a encorvarnos sobre nosotros mismos y a negar nuestra dependencia de Dios. De ahí la tendencia a apropiarnos de cosas y cualidades, rechazando su procedencia divina. Seguir al Jesús pobre implica acompañarle por ese camino de desapropiación que nos lleva a remitirlo todo al Padre, incluso la misma persona. De este modo se llega a comprender, por haberlo experimentado, que la verdadera pobreza consiste en aceptar nues– tra condición de criaturas; que para llegar a ser nosotros mismos necesitamos del Otro; es decir, que somos mendigos de nuestra propia existencia. El reconocimiento de esta indigencia es el comienzo de su superación. El empobrecimiento de Jesús nos enriquece en la medida en que damos cabida a su gracia, a su presencia en el Espíritu. Por eso, Jesús considera dichosos a los que se empobrecen, a los que reconocen su pobreza, guiados por la fuerza del Espíritu. Francisco encabeza la Admonición 14 con una de las bien– aventuranzas: «Dichosos los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos.» Y para expresar lo que él entiende por pobreza espiritual, parte del hecho de que no son las supuestas buenas obras lo que justifica al hombre como en el caso del fariseo, sino el reconoci– miento de que todo lo que es y hace de bueno es obra del Espíritu del Señor. Esta aceptación de la propia pobreza como sede y cuna de la riqueza divina, es la que nos permite conservar la paz cuando nos sentimos amenazados.

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