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FRANCISCO DE ASÍS ANTE LOS MOVIMIENTOS EVANGtucos DE LA tPOCA 329 existía el riesgo de que fuesen considerados corno tantos predicadores sospe– chosos. El obispo Guido de Asís seguía con complacencia, pero también con un cierto recelo, la aventura de Francisco y de sus compañeros (TC 35); es posible que él mismo hubiera aconsejado al fundador dar consistencia canóni– ca a aquel género de vida. Pero también es posible, como parecen hacer alusión las fuentes biográficas, que el viaje a Roma haya sido debido a la iniciativa personal de Francisco, precisamente por aquel sentido de Iglesia que dice haber recibido de Dios después de la conversión. Cuando Francisco llegó a la capital de la cristiandad con sus compañeros, en 1209 o quizá en 1210, corría el duodécimo año del pontificado de Inocencio III. Este Papa ha pasado a la historia corno el exponente más representativo del influjo político de la Sede apostólica en la Europa feudal, aunque las recientes investigaciones estén redimensionando mucho aquellas aspiraciones atribuidas a él de una casi monarquía espiritual, o de árbitro de los poderes temporales. En cambio, lo que aparece de sus cartas y de muchas de sus intervenciones es su actitud, plenamente positiva, respecto a los movimientos evangélicos y a las iniciativas de renovación cristiana que abundaban por todas partes, en contraste con la intolerancia del período precedente. En efecto, era inevitable que los movimientos religiosos de signo popular, especialmente los surgidos en las regiones más abiertas a la organización comu– nal, como Flandes, Francia meridional e Italia septentrional, suscitasen la alarma en los diversos sectores de la estructura feudal: señores territoriales, monar– quías, obispos, abadías monásticas..., que veían amenazadas sus posiciones privilegiadas, consideradas de origen divino. De ahí el acuerdo progresivo, más o menos explícito, entre los poderes constituidos para reprimir tales movimien– tos. El pretexto más aceptable, dada la componente fuertemente religiosa que presentaban, era la de declararlos heréticos y condenarlos como tales. Así había ocurrido en la primera mitad del siglo xn con Pietro de Bruis, Tanchelmo, Enrico de Lausana, Eone de Stella, Arnaldo de Brescia. Con la aparición, en l 140, de los cátaros, verdadero movimiento de masas de un dinamismo incontenible, la defensa de la ortodoxia no fue sólo un pretexto para crear un frente común contra su expansión, sino una motivación basada en su doctrina, impregnada del dualismo maniqueo y de esoterismo, y en su cerrada organización jerárqui– ca. Bastante diferente fue el caso del movimiento suscitado por Pedro Valdo en Lyon alrededor de 1175, dado que se inspiraba en el Evangelio y atraía a los fieles al seguimiento de Cristo y a la pobreza apostólica. El endurecimiento de las medidas de la Iglesia oficial contra los sospecho– sos de herejía fue gradual. En un primer momento existieron las condenas en los concilios regionales y los procesos instruidos previa denuncia. Pero bajo Alejandro III (1159-1181) fue impuesta a los obispos la obligación de informar-
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