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FRANCISCO DE ASÍS ANTE LOS MOVIMIENTOS EVANGÉLICOS DE LA liPOCA 325 su nativa cortesía, bien por verdadera exigencia cristiana. Un día en el que, excepcionalmente, la negó a un mendigo, se acusó a sí mismo de vergonzosa villanía porque se le había pedido por amor de Dios (l Cel 17). Durante el proceso de su conversión descubrió, cada vez más claramente, el rostro de la pobreza en todo menesteroso. El primer biógrafo pone en contraste el momento en el cual Francisco dijo adiós a sus compañeros de diversión, en los cuales solamente había encontrado camaradas, y aquel en el que comenzó a cultivar la compañía de los pobres: entre éstos se sentirá hermano. No sólo les socorría con generosidad, sino que quiso experimentar personalmente su condición, el sonrojo de tener que alargar la mano para pedir limosna (2 Cel 75). Pero el pobre más pobre era, en el medievo, el leproso, en el cual se acumulaban la penuria, el sufrimiento, la marginación y el aislamiento. Y será precisamente en el encuentro con los leprosos donde Francisco, al comienzo de su testamento, verá el golpe decisivo de la divina gracia que le puso en el camino de la verdadera conversión: «El Señor me dio de esta manera, a mí el hermano Francisco, el comenzar a hacer penitencia; en efecto, como estaba en pecado, me parecía muy amargo ver leprosos. Y el Señor mismo me condujo en medio de ellos, y practiqué con ellos la misericordia. Y, al separarme de los mismos, aquello que parecía amargo se me tornó en dulzura de alma y cuerpo; y, después de esto, permanecí un poco tiempo y salí del siglo» (Test 1-3). Podemos comprender, en un joven delicado y habituado al refinamiento como el hijo de un rico mercader, la profunda repugnancia ante la vista y el hedor de la lepra. «Entre todos los horrores de la miseria humana sentía repugnancia por los leprosos», pone de relieve el primer biógrafo. Pero Francisco, mirando el hecho con los ojos del convertido, reconoce que aquella repugnancia, aquella imposibilidad de descubrir hermanos en las víctimas de la terrible enfermedad, obedecía al obstáculo de los «pecados»; quitado el obstáculo -«alejándome de los pecados»- todo cambió. Los leprosos eran repugnantes como antes, pero Dios había operado en él aquel cambio de lo amargo en dulce. Tomás de Celano refiere cómo fue el encuentro con el leproso un día en que cabalgaba por la llanura de Asís: venciéndose a sí mismo, no se contentó con acercarse para darle limosna, sino que lo abrazó y lo besó. «Pocos días después trata de repetir la misma acción. Se va al lugar donde moran los leprosos, y, según va dando dinero a cada uno, le besa la mano y la boca» (2 Cel 9). La visita y la asistencia a los «hermanos cristianos», como él designaba a los leprosos, se convertirá para él, y más tarde para sus compañeros, en un componente normal del compromiso evangélico.

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