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342 LÁZARO IRIARTE te cuando se tTata de los sacramentos de la Eucaristía y de la Penitencia, de la veneración de los sacerdotes, por muy ignorantes y pecadores que fuesen. No ignoraba la posición de los patarenos de Lombardía, que negaban la validez de los sacramentos administrados por ministros indignos. Esteban de Borbón, predicador dominico, cuenta dos episodios que demuestran cómo el Pobrecillo se comportaba en estas ocasiones. Llegado a una aldea en la Lombardía, entró en la iglesia para rezar; un hombre «patareno o maniqueo», quiso instrumentalizar en su provecho la fama de santidad de Francisco. El párroco del lugar se había convertido en ocasión de escándalo porque vivía con una concubina. Con la esperanza de conseguir una condena de él, le preguntó: «¿Se debe creer en las palabras de uno que vive en concubinato y tiene las manos impuras?» El Santo, por toda respuesta, fue a arrodillarse delante del sacerdote y declaró pública– mente: « Yo no sé si las manos de éste son como las describe este hombre... Yo sé y creo que, por medio de estas manos, Dios derrama beneficios y dones a su pueblo... » El segundo caso es semejante a éste. 2 '; Estos gestos, elocuentes en sí mismos, y la transparencia de la vida y de la predicación penitencial de Francisco, eran las mejores impugnaciones de la herejía. El primer biógrafo describe en estos términos los efectos de la predica– ción del Santo ante las poblaciones de la costa adriática, particularmente contaminadas de catarismo: «Confundida la herética maldad, se ensalzaba la fe de la Iglesia, y mientras los fieles vitoreaban jubilosos, los herejes permanecían agazapados. No había quien osara objetar a sus palabras, pues, siendo tan grandes los signos de santidad que reflejaba, la gente que asistía centraba toda su atención sólo en él. Pensaba que, entre todas las cosas y sobre todas ellas, se había de guardar, venerar e imitar la fe de la santa Iglesia romana, en la cual solamente se encuentra la salvación de cuantos han de salvarse. Veneraba a los sacerdotes, y su afecto era grandísimo para toda la jerarquía eclesiástica» (1 Cel 62). ¿Cuál fue la actitud de los mismos herejes respecto a Francisco? No parece que haya levantado ninguna reacción de abierta hostilidad. Tomás de Celano, en el Tratado de los milagros, refiere en qué modo un tal Pedro del Castillo de Alife experimentó la protección del Santo, ya canonizado. Habiéndose endure– cido la persecución contra los herejes bajo el Papa Gregorio IX, Pedro fue encarcelado y conducido a Roma acusado injustamente de herejía; logró huir pero, capturado de nuevo, le pusieron los grilletes en una segurísima prisión. Perdida toda esperanza, invocó a san Francisco con mucha fe, «pues era grande la confianza que tenía en el Santo, porque, como decía, había oído a los herejes hablar muy mal de él». Y fue liberado milagrosamente (3 Cel 93). 2 ' Testimonia minora, 93 s.

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