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EL DIÁLOGO EN FRANCISCO DE ASÍS 107 humanidad le sacaba de quicio. No podía entender que Jesús, siendo Palabra de Dios, se hiciera diálogo al encarnarse y manifestarnos lo que es Dios para nosotros y la humanidad es para Dios. Esta abrumadora presencia de Dios como diálogo que le invitaba a relacionarse con Él era lo que le hacía aún más insoportable su cerrazón e incapacidad para responderle. Otro de los signos que acompañó este proceso de aclaración fue su acerca– miento a los pobres. La voluntad de ir hacia ellos, como una sospecha de que allí puede encontrar el sentido de su vida, llega hasta los mismos leprosos, el lugar donde la pobreza adquiere su máxima consistencia. En el leproso con– vergen todas las pobrezas humanas, por eso es el sacramento primordial de la presencia del Señor que llama a Francisco para que responda. El mismo Francisco lo reconocerá después a lo largo de su vida, y en el Testamento lo indicará como el momento privilegiado donde el Señor se le hizo presente invitándolo a dialogar con Él. A partir de este encuentro se le desveló el sentido de la vida; sólo rompiendo el enclaustramiento y saliendo de uno mismo para encontrarse con los demás, es como se recupera enriqueci– do por los valores ofrecidos por los otros. Y es que Francisco concibe la conversión como el desvelamiento de que es un ser relacional y que, por tanto, su crecimiento como persona está confiado al diálogo. Esta iniciativa del Dios que llama y que espera una respuesta es el comienzo de una toma de conciencia que exige comprenderse para poder responder como interlocutor. El insistir, una vez ha recibido las llagas, en la pregunta sobre la desproporcionada identidad de Dios y la suya propia -«¿Quién eres tú ... y quién soy yo?» (Ll 3)- nos pone en la pista sobre las bases que hacen posible el diálogo. El diálogo sólo puede darse entre personas o entre éstas y lo que López Quintás llama «ámbitos»; es decir, espacios de valores con los que nos pode– mos comunicar. Sin embargo la persona, para ser un interlocutor válido, tiene que saber su propia realidad. Desde un saberse equivocado no puede haber comunicación, o será una comunicación equivocada. El descubrimiento de su propia realidad -el «estar en pecados» del Testa– mento- es lo que lleva a Francisco a ese camino de conversión que le haga capaz de dialogar con Dios para encontrarle. Al buscar a Dios se va encontran– do consigo mismo como un ser llamado a la apertura y al encuentro de cuanto le rodea. Los hombres, fundamentalmente, somos fruto de una llamada. En la llamada está ya impresa la proyección de nuestra vida y la identidad de nuestro existir. Somos aquello para lo que hemos sido llamados. Desde que surgió la primera pareja humana a la voz amorosa de Dios: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza», la vida sigue brotando allí
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