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104 JULIO MICÓ, OFMCAP propia realidad. Todo deseo de encontrarse con la realidad requiere, además, respetar su propio ser y renunciar a poseerla convirtiéndola en satélite del propio «yo». Esta actitud de aceptación supone cierta dosis de humildad y sencillez, por cuanto desvela nuestra menesterosidad y demanda cierta complementación. El que se considera autosuficiente, rechaza toda oferta de enriquecimiento; pero el que se siente pobre, agradece que existan otras realidades valiosas que le enriquezcan mediante el encuentro. El encontrarnos con otras realidades produce realidades nuevas que se cargan de simbolismo y que nos remiten a otras tantas realidades hasta tejer una red. El encuentro, por otra parte, produce el milagro de crear un espacio donde las barreras y divisiones carecen de sentido; lo distinto ya no es distan– te, sino íntimo. Por tanto, no debemos tener miedo a lo distinto, cuanto al modo de relacionamos con ello. La capacidad que tiene el encuentro de crear ámbitos en los que se hacen presentes realidades dispersas a lo largo del tiempo, produce un modo espe– cial de concebir el espacio y el tiempo, que son el espacio y el tiempo festivos; por eso decimos que el encuentro es el origen de la fiesta. En la fiesta experi– mentamos que la vida ha triunfado y que el hombre puede alcanzar su meta. Pues bien, en la vida hay hombres que han optado por esta visión dialo– gante de la vida, y no sólo porque su talante natural les empujara a relacionar– se de forma respetuosa con la realidad, sino también porque su condición de cristianos les exigía tratar de seguir a Jesús, que se hizo presente entre nosotros para manifestamos lo que es el hombre y el modo cabal de comportarse en la vida. Uno de esos hombres fue Francisco; y a él nos remitimos porque su conducta es un referente para la nuestra. Por eso vamos a repasar su vida sobre la falsilla del diálogo, para rastrear su empeño en ir comunicándose cada vez más y mejor con todo lo que le rodeaba y constituía su entorno. Vivir desde el diálogo nunca fue fácil, ni lo es ahora; la sociedad medieval de Francisco apenas se podía permitir un diálogo tosco en la resolución de sus problemas. Pero actualmente, y a pesar de la invasora telefonía móvil, tampo– co andamos sobrados de una seria comunicación que nos lleve a encontrarnos con nuestro entorno de una forma profunda y satisfactoria. La trivialización de la palabra en coloquios y conversaciones superficiales la han devaluado de tal forma que apenas queda espacio para una comunicación que desvele nuestro ser y nos haga receptivos al ofrecimiento que los demás nos hacen del suyo. Por eso, una mirada sosegada a ese Francisco que no quiso conformarse nunca

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