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EL DIÁLOGO EN FRANCISCO DE ASÍS 103 de Platón», y de los nuevos es a partir de la primera guerra mundial-es decir, de 1918- cuando se acude al diálogo como forma de repensar al hombre. ¿Qué ha pasado, pues, para que el diálogo cobre tal protagonismo que lo consideremos esencial para la comprensión del hombre en su aspecto indivi– dual pero, sobre todo, en su aspecto social? Al finalizar la primera guerra mundial (1914-1918) se hizo sentir en Europa la necesidad de una conversión, de un cambio en el modo de pensar y de actuar. Cuatro siglos de progreso científico y técnico hicieron concebir el sueño de unas expectativas ilimitadas; pero los hechos no corroboraron esta esperan– za. En vez de asegurar la felicidad humana, hicieron posible la matanza de millones de inocentes. Ante esta situación, provocada por una mala lectura del Génesis: «domi– nad la tierra», surgen entre los pensadores dos soluciones o dos formas de salvar al hombre de esa barbarie genocida. La corriente «vitalista» propone fusionarse con la realidad para dominarla y gozar de ella de una forma egoísta; mientras que la llamada «personalista» aboga por un distanciamiento respe– tuoso que permita el diálogo como un medio para llegar a un encuentro gozoso con las personas y las cosas. Estas dos tendencias siguen vivas en nuestra sociedad actual. Los que creen que solamente el dominio les puede asegurar la felicidad, entendida como goce y disfrute absoluto y egoísta; y los que piensan que la felicidad es una consecuencia de la renuncia al propio egoísmo y de la apertura respetuosa hacia los demás. El progreso es deseable siempre que se extienda a todos, pero no como una forma de dominio que facilite nuestra felicidad individual. Estas dos formas de concebir el ideal de la humanidad nos lleva a adoptar dos actitudes muy distintas: Por una parte están los que intentan dominar, ahora y de forma absoluta, todo aquello que atrae y fascina, convirtiendo la realidad en un botín a conseguir y medio para los propios fines, es decir, a objeto. Esta reducción no permite el encuentro, ya que sólo es posible entre personas o entre éstas y lo que llamamos «ámbitos». Por otra parte están los que, adoptando una apertura respetuosa ante la realidad y dejando que sea ella misma, crean continuas formas de comunica– ción y encuentro. Este reconocimiento de lo valioso de cada ser impulsa a encontrarse con todas las realidades valiosas y construir así su propia persona– lidad y la de quienes entran en relación con él. El encuentro, no obstante, tiene sus exigencias. El que desea encontrarse con otra persona o valor debe ser sensible y estar a la escucha de su llamada, manteniéndose disponible para ofrecerse y acoger al otro, integrándolo en su

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