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122 JULIO MICÓ, OFMCAP impone. De ahí que partícipe en este proyecto de convertir a los infieles pero sin el matiz violento que las Cruzadas estaban aportando. El encuentro de Francisco con los musulmanes y, sobre todo, con el sultán de Egipto es un tanto rocambolesco, pero nos da la verdadera imagen del temperamento y talante de Francisco. En pleno asedio de Damieta llega con los nuevos cruzados y rechaza toda protección. Pasa a las filas enemigas y, sin conocer la lengua ni la cultura se pone a predicar a Jesucristo desde la imagen despectiva que los predicadores de la Cruzada le habían enseñado. El encuen– tro del sultán lo deja desarmado; toda aquella imagen del «sultán de soberbia presencia» se le viene abajo. Allí no hay más que un hombre culto e inquieto que se interesa por lo que le dice este pobre fraile desconocido. El diálogo con los teólogos de la corte también le debió impactar. Aunque, como en todas partes, hubiera algún fundamentalista que le chirriaran los oídos al escuchar lo que decía Francisco, la verdad es que podían relacionarlo con la corriente mística Sufí que había en el islam. De hecho, y a su regreso a Italia, algunas de estas ideas y costumbres las integrará en su Proyecto de vida. Francisco no estaba capacitado para elaborar ningún estatuto que organiza– ra esta faceta misional de los hermanos. Pero el capítulo 16 de la Regla no bulada manifiesta de una forma clara lo que él entiende por estar presente entre los infieles -las misiones- como una consecuencia práctica de haber optado por Jesús y su Evangelio. La actitud fundamental es que, siendo conscientes del peligro que corren sus vidas, vivan de forma prudente y sencilla, valorando su cultura y la formulación de su fe. Por tanto no deben perder el tiempo en discusiones inútiles, sino tratar de servirles para mejor conocer la fe que profesan. Para que exista un diálogo serio y provechoso habrá que presentarse como lo que uno es: el seguidor de Jesús que ofrece a los demás lo más valioso de su vida: su fe en Dios. Luego podrá venir la conversión y, por lo tanto, una adecuada catequesis que manifieste al interesado el modo de ver a Dios que tiene el cristianismo y el compromiso que ello implica. Sin embargo, esto que puede parecer primero y fundamental queda en un segundo plano, ya que lo principal para una presen– cia dialogante no es la conversión sino que el interlocutor profundice en su propia fe y se comprometa a ser coherente con ella. El diálogo que actualmente existe en los foros interreligiosos no es tanto para provocar la conversión a otra religión, cuanto un conocimiento respetuoso de cada una de ellas para promo– ver espacios y actividades comunes que ayuden a ahondar a cada uno en su propia religión y a manifestar el carácter pacificador y humanizante de lo religioso en general.

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